Es un parque de elevados
árboles, cuyas frondosas copas esconden a estas primeras horas el
azul del cielo. Un parque que no tiene nombre, o que no lo veo, o
que no lo conozco, que parece pertenecer a dependencias oficiales,
esas, que rescatadas del anonimato ahora forman parte nuestro efímero
patrimonio. El sol empieza a rescatar los perfiles escondidos en las
sombras y poco a poco emerge un pequeño bosque cercado; algunos
pinos de espeso follaje, unos setos o matorrales... al fondo, un
edificio de ladrillos, todavía cubierto por la neblina matutina.
Al pie, inmóvil ante uno de los pinos, diríase que el más alto,
hay un hombre expectante a la luz que se va filtrando y que en pocos
instantes iluminará la rugosa corteza. Está de espaldas a mi, no sé
que mira, no sé que hace. Espera, o busca... no sé. Tengo poco
tiempo, hay un par de patrullas de la guardia urbana charlando entre
ellos en una esquina. Detrás, tengo un par de coches que ronronean
impacientes, esperan como yo la señal de salida. No quiero perder
esa figura de hombre anónimo del que solo veo su espalda y que no
sabré de su rostro, ni de su vida nada, tan solo este instante
compartido. Lo observo, con la mirada puesta en los guardias, en el
semáforo y en el hombre que parece mirar el árbol. Espera
paciente que la luz alcance el grueso tronco y en un saliente, o
rama, o clavo, de pronto, saca una caja envuelta en una funda de
cuadros verdes y blancos, con una cremallera que poco a poco va
abriendo -imagino, obra de su mujer-. De ella, saca una pequeña
jaula de barrotes blancos y con cuidado, la cuelga lo más cerca que
puede de la copa, e imagino que alienta y anima a su frágil ocupante. La mira satisfecho y se sienta en la esquina del
muro de la cerca, todavía llena de sombras y allí se queda
mirándola. La luz del semáforo parpadea y es la señal para seguir
al unísono nuestra rutina cotidiana. Abro la ventanilla y me llega
el olor a resina y la silueta del hombre se aleja y la diminuta jaula
desaparece engullida por el paisaje urbano.