Son las doce del mediodía y hace un día espléndido. Voy intentando ir por la sombra, pero en esta calle no hay árboles. Al final llego a lo que parece un hotel de tercera categoría, de esos que abundan en la costa y que seguro que debió serlo en su día. Subo unos cinco escalones, entro, y creo bajar a un círculo del infierno que Dante seguro no visitó.
Con Tele5 a todo tren en dos televisores emitiendo un programa donde todos los contertulios casposos comentan a voz en grito otro programa en el que sale el hijo de Isabel Pantoja, los ancianos, con la mirada perdida, parecen ajenos a lo que les rodea.
Unos cuantos, como mi amiga, están atados a la silla con unas correas sucias; otros más lúcidos, los menos, con cara de inmensa tristeza; otros babeando y gritando. Una mujer muy mayor haciendo punto y otra rompiendo en trozos muy pequeños un cuaderno de pasatiempos que no creo que haya rellenado.
Me conmueve un hombre sentado en una silla de ruedas, que lleva una gorra de visera y que se mira las manos, unas manos finas, de dedos alargados; por un momento levanta la vista y veo sus ojos, unos ojos azules que trasmiten calma o cansancio, no sé bien. Tiene un aspecto elegante a pesar de que la silla de ruedas en la que está sentado es simplemente una silla metálica con respaldo y asiento de una tela de plástico negra. No sabría decir su edad, es mayor pero no viejo, no me gusta ese término despectivo de decadencia o inutilidad, no es el “veclio” italiano que trasmite la belleza de lo antiguo, es una vejez impregnada de desamor, de lo que se tira o guarda en un trastero, o lo que se expone en esos mercadillos en los que, entre fotos descoloridas de boda, aparece un libro con una tierna dedicatoria, ahora sin contenido, y las cartas de amor atadas con una deshilachada cinta.
Todo tiene un aspecto descuidado. Las ventanas, con visillos que disimulan un anodino paisaje de paredes amarillas de un edificio delantero. Hay una puerta de cristal que da a un patio ahora inaccesible y en que se ven dos o tres macetas que en su tiempo tuvieron plantas y en las que tan solo quedan sus esqueletos.
Los ancianos están la mayoría sentados los unos al lado de los otros y tienen mesas alargadas delante con su botellín de agua barata y su nombre garabateado con rotulador; son las mismas mesas en las que los que se valen por sí mismos comen después. Hay tres mesas delante y en una, cuatro ancianos juegan a dominó; de pronto aparecen unas “cuidadoras” que les retiran el juego y les colocan unos baberos enormes. En las otras también empiezan a preparar los platos y van acercando en sillas de ruedas y atados a los que parecen más demenciados. Es el primer turno y a algunos les dan de comer con cuchara; abren mecánicamente su boca y engullen lo que parece una papilla o puré.
Pienso en la decadencia, en la humillación, en las historias que se esconden tras ellos, en el anonimato de sus vidas alejados de su entorno familiar, de su casa, de su perro…, pero sobre todo sin poder recurrir a sus recuerdos.
Una mujer llega deprisa con un niño pequeño; es una mujer mayor que debe ser la abuela. Trae un par de madalenas y se las da a una de las ancianas que está al lado de mi amiga y que al parecer es su madre: una mujer malcarada y de trato desagradable, tal vez por su patología o tal vez no. De mi última visita veo que faltan ancianos y no creo que sea porque hayan vuelto a sus casas.
Mi amiga parece mirar sin ver, pero por un instante recupera el brillo en sus ojos y parece abrirse una brecha de luz en su memoria, me coge las manos y me llama ¡guapa!, la abrazo y vuelve su tormenta a nublarle los ojos, balbucea, no la entiendo, pero continúo hablando como si fuese un día cualquiera de aquellos en los que paseábamos cogiendo flores silvestres y oliendo a mar y jazmín. Le enseño fotos de mis plantas y sonríe, las señala con el dedo, me intenta hablar, no puede (además no lleva dentadura), intenta levantarse y está atada y no puede, se crispa en su impotencia y al final, resignada, se encierra en sus soledades y miedos. Todavía no le toca el turno de lo que imagino es su único aliciente, comer esa de aspecto poco apetitoso, y a esperar que pasen las horas en ese mundo desconocido para ella en el que las brumas van ensombreciendo su pensamiento y en que solo aflora de vez en cuando el dolor de una vida llena de abnegación y trabajo.
Me despido con el corazón encogido y salgo de este inframundo con el sol y la calle esperando tras la puerta.