domingo, 6 de mayo de 2012

Por favor no vuelva usted mañana. Cap-1


Era una oficina cualquiera como muchas otras de su estilo. Los ficheros de las más insólitas épocas se alineaban unos al lado de los otros sin orden ni concierto. Delante de un armario se encontraba hábilmente colocado un sillón algo desvencijado y polvoriento. Una de las estanterías descansaba sobre una de las ventanas. Sillas de todo tipo y tamaño se hallaban desperdigadas por el habitáculo. Los teléfonos, excepción hecha de tres o cuatro, eran meros elementos decorativos que con el cable desconectado ofrecían un aspecto desolador.
Asimismo máquinas de calcular de tiempos inmemoriales contrastaban con los últimos modelos informáticos y con el detector de metales instalado en la puerta, no se sabía muy bien para qué.
Nada indicaba secciones y unos cuantos rudimentarios carteles pegados con celo y colocados al azar, intentaban con escasa efectividad cierta señalización.
La luz provenía de unos cuantos fluorescentes o se filtraba a través de los cristales esmerilados de las ventanas, dando una luz mortecina muy acorde con su ambiente lento y cansino.
Además de los opacos cristales, las ventanas estaban bien aseguradas con rejas de robustos barrotes que añadían un tono lúgubre y claustrofóbico al recinto, amén de cierta emoción en caso de incendio, ya que tan solo había una puerta para la entrada y salida.
Dos enormes mamparas de estridente color verde, poco a tono con los colores ocres de la estancia, separaban dos mesas de lo que pretendía ser una atención “personalizada”.
Folletos de alegre colorido y variopintos temas, se encontraban pegados a la pared por mugrientos trozos de celo en un intento de animar al posible usuario.
Algunos de los funcionarios parecían ya formar parte de tan singular contexto. La tradicional visera había sido cambiada, por unas gafas ahumadas y los manguitos por unas cuantas pulverizaciones de spray quita polvo.
En definitiva se trataba de un exponente fiel de ese abanico de oficinas siniestras que posee todavía la administración.

Desde altas horas de la madrugada, los pacientes-usuarios-clientes, se amontonaban en la entrada esperando la hora de la apertura. Listas bien controladas, donde por riguroso orden de llegada se iban inscribiendo, eran celosamente custodiadas por los más veteranos.
En un rincón de la acera, alrededor de una hoguera hecha con unas cuantas astillas, unos cuanto se calentaban en alegre camaradería con los trabajadores de una obra nocturna de las que amenizan las noches de la gran ciudad. Otros provistos de termos, apuraban las últimas gotas de café calentito.
A pesar de que la hora de atención al público era a partir de las nueve de la mañana, el amplio sentido de la puntualidad, la creciente ansiedad que produce enfrentarte con la administración, y un innato sentido grupal, hacía que se repitiese cotidianamente el ritual.
La casi totalidad del grupo se desperdigaba por las dependencias sanitarias y solamente unos cuantos se dirigían a la oficina por error.
Los funcionarios iban llegando somnolientos y malhumorados abriéndose paso entre el concurrido público.
La súper nivel, con su singular vestimenta, era la primera en llegar. Su aspecto era triunfal y denotaba sus orígenes. Tenía todas aquellas virtudes que tanto caracterizaban a los formados en la sede central:
Bien hacer, prestancia, y sobretodo aquella prepotencia que da la ignorancia avalada por un nivel conseguido, gracias la mayoría de las veces, a corre-ve- y- diles que solo se consigue estando en contacto directo con los órganos de decisión.
Los cargos inferiores estaban ocupados por autóctonos del lugar que llegaron por ser –conocidos de-, y cuya adquisición de conocimientos se había hecho en base a rumores o intuiciones, muchas de las veces poco o nada fundamentadas.
El resto de cargos, incluido el Jefe, o bien eran funcionarios desterrados para morir con tranquilidad, dignidad y con cargo; o bien para morir con cargo y sin dignidad; o simplemente desterrados.
Mención aparte merecía el nivel sub cero, ordenanza proveniente de las nuevas hornadas, que con gran sentido práctico, intentaba labrarse un brillante porvenir fuera del mundo funcionarial y no pensaba en desperdiciar energía no pagada con el exiguo salario.

Poco a poco fueron encendiéndose las luces, conectándose los ordenadores y finalmente con un característico ruido sordo la puerta metálica se levantó (gracias al esfuerzo del nivel subcero que sudoroso se fue a tomar un café) y ésta fue la señal de que la jornada laboral empezaba de nuevo.

El vigilante se instaló cansinamente en su silla al lado del detector de metales y sacó el móvil para preguntar por la familia.

- Buenas.

El vigilante indicó con el dedo la entrada del arco detector.

- Es que llevo marcapasos y dicen…

- Pase, pase.

El hombre dirigió su mirada hacía las mesas aún vacías. En un rincón, al lado de la máquina de café, se oía un murmullo de voces. Al fondo estaba sentado, más bien desparramado un hombre de edad ya madura, tenía abierta una carpeta. Su postura denotaba cierta singularidad. No la apoyaba sobre la mesa, que hubiese sido lo más cómodo, sino que la alzaba a un palmo de la misma, como si su contenido fuese tan sustancioso que hiciese falta una lectura más aproximada. Estaba totalmente absorto con lo que leía.

Buenas volvió a repetir el hombre.

El vigilante tapó el teléfono con la mano y le hizo ademán de que se acercase a una mesa.
Una vez cerca, el grupo fue adquiriendo cuerpo y las voces contenido, una voz chillona surgió del fondo, bocadillo en mano y con voz entrecortada por un mordisco a medio engullir, dijo:

- ¡Vingui, vingui!. Què vol?

Buenas,  dijo por tercera vez el hombre.

Mire es que me quiero jubilar y me han dicho que aquí me dirán

- ¡Es clar que si!

En aquel momento la puerta volvió a abrirse, dejando paso a una señora de mediana edad que venía acompañada de un niño y un perro.
El vigilante intentó detener al perro y el hombre de la carpeta la dejó caer por el sobresalto y de su interior cayó una revista deportiva que fue engullida rápidamente por el cajón.

-¡Oigame!, gritó desde su sillón. 

-¡Señora aquí no está permitida la entrada de perros ¡lo prohíbe sanidad!, pero el niño puede quedarse.

Mire es que hace cuarenta años que trabajo y no sé que papeles

-No em digui més, vosté demani, veu vosté aquella taula, doncs allí li donaràn els papers…

- Mire es que yo

-Vagi vagi que en aquella taula li indicarán,… un trozo de bocadillo cayó de su boca y fue a dar en el suelo, lo que hizo que el perro que todavía estaba dentro, se lanzase feroz arrastrando al vigilante y cayendo sobre el señor con terrible estruendo. La súper-nivel, miraba atónita su pan vacio y el perro encantado estaba ahora dando lametazos al vigilante.
En la mesa indicada, se encontraba un funcionario alto, con gafas oscuras. El hombre tarareaba lo que parecía un himno alemán. De pronto, un sonido gutural salió de su boca y con un repiqueteo de zapatos acabó triunfalmente la marcha. Alzó la cabeza.

Mire es que me han dicho que Vd

- Pero… ¿dónde vive?

- Pues

- Mire yo no estoy aquí para perder el rato…dígame el distrito.

Es que no sé… ¿Cómo que no sabe? ¿cree que soy adivino?

Bueno es que

- En definitiva…¿sabe usted lo que quiere?

Es que quisiera…

- ¡Hombre muy bonito! ¡yo también quisiera saber muchas cosas! Pero esto no es una asesoría, y ¡por qué hoy me coge de buenas, que si no!

El que parecía ser el Jefe, por el tamaño de la mesa, había recuperado su revista–expediente y ahora lucía un auricular cuyo hilo desaparecía en una radio que había encima de la mesa. Notas de la última canción de moda resonaron por todo el local. Una vez ajustado, reinó de nuevo el silencio.
El funcionario de gafas, había dejado lo que estaba haciendo, -un resumen de la vida de Fernando de Rojas- y finalmente, atendida la visita y contabilizada para las estadísticas, se puso a teclear en el ordenador.
El niño lloraba porque la madre estaba atando el perro fuera.
El ordenanza-subalterno, alegremente ataviado con unos zapatos negros lustrosos, pantalón tres cuartos que hacían juego con una americana de hortera barato, corría solicito a llevar unas cartas a Correos. En un rincón unas funcionarias comentaban los últimos programas del corazón.

jueves, 3 de mayo de 2012

Tuyo, todo tuyo.



Mirad qué he encontrado en una caja donde mi madre guardaba sus pequeños tesoros.


Retazos de su vida, poemas amargos, efemérides que ya nadie recuerda ni sabe, ni tan siquiera a quién o a quiénes corresponden. Poemas que solo yo reconozco, tan solo yo recuerdo su letra. Nada sabrán mis descendientes de su historia, si ni saben de la mía.
He descubierto unas postales, una pequeña carta de alguna amiga de mi abuela y rehago un poco sus vidas, ajenas ya a la mía.
Si que pregunté, pero ya no me contestaron y ya no están para hacerlo. Son letras descoloridas, pensamientos a salvo ya del tiempo y que a nadie importan.
Guerras y sinsabores ahora lejanos y en cambio tan cerca.
Sus vidas ahora son eso, fotos sin nombre, recordatorios de bodas, comuniones o muerte.
Están también unas cuantas postales de mis hijos y la letra angulosa de mi madre en algún desesperanzado poema.
Un par de fotos me han conmovido, las dos tienen dedicatorias parecidas.
La primera es de un joven vestido de militar y de nuevo he descubierto mi nombre, aunque no sea a mí a quién se la dedica. Aunque yo sepa ahora que ese para siempre fue un ahora y que lo fusilaron un 21 de agosto del 36; tenía 43 años.



La otra es una tarjeta dibujada a mano, con un canto roto y algo descolorida, pero la dedicatoria, aunque escueta y en un tono de humor, es parecida. Es de mi otro abuelo, delineante de obras públicas, que en un proyecto de un pantano cogió el paludismo. Fue a recuperarse a un pueblo de montaña, donde falleció al poco tiempo. Hay otras cartas, también escritas con plumilla y este dibujo a lápiz con el mar, el faro, esa delicadeza, esa ternura de su trazo...



No serán mías ni viviré su amor aunque lo reviva, pero esas frases si que estarán conmigo para siempre.

A todo se renuncia y se cierra el círculo y se levantan las murallas de la soledad con la vejez a cuestas.
Esto me espera y a pesar de saberlo se cierne sobre mí sin que pueda hacer nada.
Vuelven los mismos tiempos, pero el mío no vuelve. El mío me lo arrebataron y ahora ya no es ni recuerdo.
Lo he visto llegar con paso lento a veces. No hagas caso me dijeron, son cantos de sirena que alertan a los marinos de peligros invisibles. Pero los marinos no oyen, celebraban sus gestas con festejos y palabras. Cruzaron mares, con sus banderas al viento y los que sí veíamos las rocas, arrecifes y vientos que anunciaban las galernas, allí quedamos prisioneros del silencio, condenados a no ser oídos ni escuchados, a afrontar el temporal a solas.
Y los otros llegaron a puerto... ¡Y que puerto! Y fueron agasajados, cuando dejaron atrás todo.
Se ensuciaron con barro y les dio igual, se embrutecieron y olvidaron... ¡qué más daba!
Ahora,  almirantes sin alcurnia, se lamentan.