Huí un día de la ciudad y de muchas cosas más. Cuando llegué al pueblo me emocionaba el mar, oír el rugido de las olas, ver las tormentas teñir lentamente el agua por el desagüe de sus rieras, andar oliendo a tierra, a resina, pisar la arena, recorrer la orilla y chapotear en el agua transparente de la mañana. Oír los pájaros o ver a las ardillas saltar de rama en rama. Pasear por caminos, ver los tupidos pinos recortados sobre el azul del mar.
Ver por la noche surcar los barcos como farolillos en el horizonte, mirar la estrellas que enmarcan la luna, el sol cuando amanece reflejado en el espejo de las tranquilas aguas.
Ver las nubes ennegrecerse y oscurecer el horizonte, ver el mar crisparse y sentir el sonido del viento zarandeando los árboles, la espuma de las olas desbaratarse sobre la arena y el ensordecedor rumor del mar embravecido.
La antigua carretera conserva unos ancianos plátanos, maravillosos árboles que como gigantescos guardianes custodian el camino, cuando paseo por allí recuerdo a mis padres y pienso que por aquellas carreteras fuimos y que las pisamos y que contemplaron este increíble paisaje que a veces no veo ni siento.
No puedo aislarme del mundo, de las injusticias, de la mezquindad que envuelve y ahoga, de la insolidaridad y del egoísmo... ¡De tantas cosas! No puedo entonces contemplar lo que me rodea.
Pero el otro día pude de nuevo recuperar la emoción de sentir el mar y el hermoso entorno del que disfruto. Aquí os dejo un retazo de la naturaleza para que podáis disfrutar de unos minutos de paz y de sosiego.
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