miércoles, 28 de marzo de 2012

I. Todos juntos


Tenía cinco hijos antes de que la desgraciada epidemia que asoló el pueblo se los arrebatara uno a uno. Había nacido y vivido siempre en aquella casa solariega. 
Era entonces dura la vida en un pueblo. El agua salía del caño helada y tenía que romper el chorro a martillazos.  Cargaba leña en aquellas mañanas gélidas para encender la chimenea, lavaba en el río y blanqueaba la ropa con la ceniza aún tibia de la cocina. Hacía jabón con sebo y limpiaba a los animales y les daba de comer las sobras. Eso sí, siempre había una lechuga fresca o unas acelgas, o unos huevos frescos o leche de cabra recién ordeñada y queso. Unas hogazas de pan que hacía una vez a la semana y que después con chorizo sabían a gloria.
Siempre tenía los colores encendidos, los colores de las venas dilatadas por el cambio brusco del calor al frío. No era salud, era trabajo lo que reflejaban sus colores. 
Pero la guerra fue dura y Juan marchó y nunca más supo de él. Muchos envidiosos decían que si se había ido con otra, que si vivía en Madrid... habladurías para hacer daño, ya se sabe en un pueblo.
Pero se necesitaba un hombre y sus padres pensaron que era obligación de Manuel, el hermano pequeño de Juan, casarse con ella, por algo los niños llevaban su apellido. Si no estaba viuda daba lo mismo, cuando pudiesen se casarían.

Yo de sexo nunca supe nada, solo tenía 15 años cuando me casé o me casaraon, no lo sé. Todo lo que sabía lo sabía por mi marido que me hacía cumplir religiosamente y nunca tan bien dicho. Yo esperaba paciente que acabara el ritual y marchaba a lavarme porque no me gustaba quedar pringosa y dejarlo todo hecho un asco, solo rezaba para que alguna noche me dejase descansar porque ni cuando estaba ya encinta me dejaba tranquila. Ya se sabe como son los hombres...
Pero jugaba con los niños y les traía golosinas cuando iba a vender al mercado. Algunas veces entraba en la cocina y se sentaba mientras yo pelaba patatas y él pelaba los guisantes porque a mí me daba mucha rabia hacerlo. Él comía más que desgranaba hasta que harta, lo echaba de la cocina. Los niños lo querían mucho. Cuando se fue creí que Juanín se moría de pena, pero desde que le dije a donde había ido su padre, jamás volvió a llorar y con orgullo se lo explicaba a sus amigos que bajaban la voz y reían.
Yo no quería casarme, ya estaba bien como estaba, con tres hijos tenía bastante, pero sola no podía con todo, mi padre era ya muy mayor y mi madre murió al poco de venir Manuel. Manuel, no digo que no fuese guapo, guapo era, pero yo ya me había hecho a Juan y me costaba acostumbrarme.
Pero su dulzura, la ternura con la que me desnudaba, sus dedos que repasaban mi cuerpo y sus ojos que me miraban como si nunca antes hubiesen visto a una mujer, me enamoraron y fue un amor como nunca antes había sentido. Solo deseaba estar a su lado y el mundo desde ese momento lo fue Manuel para mí.
Me traía flores al atardecer cuando cansado volvía a casa. Me cogía en brazos aunque estuviera en la cocina y me sentaba sobre él y me besaba las orejas y el cuello. Yo reía y reía y me olvidaba del cansancio...
A Manuel lo mataron y eso sí que lo sé seguro, porque vi cuando se lo llevaban y oí el disparo, porque sé que fue ese el que lo mató.
Dijeron que sus ideas eran comunistas, que era rojo y no sé cuantas cosas más... y a pesar de estar acabando la guerra se lo llevaron... 
Yo sé que era bueno. Me hablaba de sus “ideas” y me daba pena de lo bueno que era.
Me volví arisca, no deseaba ver a nadie y empezaron a decir que estaba loca y que tenía que dedicarme a mis hijos, que ahora eran cinco, y olvidarme. 
Lo enterraron en una fosa con catorce o quince y reconocí su cadáver porque encontré el anillo que nos compramos un día que fuimos a Barcelona y que era de oro y que le costó mucho dinero y en el que hizo poner mi nombre y el suyo y por eso sé que era él, porque llevaba mi nombre, aunque ya no su dedo, ni su cuerpo y me lo quedé como un tesoro. Lo enterramos y le puse una cruz y lo llené de flores como las que me traía cada tarde y allí iba a explicarle como me iba y así hablaba con alguien porque me sentía muy sola y cansada y sin fuerzas para tirar adelante.
Juanín tenía ocho  años y sufrió mucho, ya fue duro lo de su padre para perder a otro y además de esa manera. Me iba al mercado a vender y me llevaba a María y dejaba a los otros ayudando en el campo. Pero llegaron unas fiebres y cayó enfermo Juanín, lo cuidaba lo que podía, que era poco porque trabajaba todo el día. Veía que no mejoraba y me gasté lo que no tenía y lo llevé a la ciudad que allí saben más, pero se me puso todavía más malito, después enfermaron los otros y no pude hacer nada. En dos años murieron mis cinco hijos. Yo solo lloraba y lloraba.
No pude mantener la casa porque no podía trabajar de pena y marché a Barcelona y allí me puse a servir en casa de una señora que me trató muy bien. Cuidaba de sus hijos y pensaba que eran los míos. De vez en cuando me pagaba el viaje e iba a ver a los míos que me esperaban allí enterrados de cualquier forma pero juntos. Les llevaba flores que no se secaban y así hacía más bonito. Les puse unas lápidas que parecían de mármol que me costaron carísimas, pero así estaban más unidos y puse sus nombres y unos ángeles para que los protegiese, porque yo no me podía quedar allí, ni verlos a menudo.
Pero esa mujer murió y yo ya tenía cuarenta y cinco años y decían que ya era mayor para servir y no cobraba de viuda ni de nada y me fui a una pensión de las Ramblas, que era la única que podía pagar. Una mujer me dijo que todavía estaba de “buen ver” y que tenía buenas piernas. Mis piernas le gustaban a Manuel, siempre me dijo que tenía las piernas más bonitas que las artistas. 
Pero la mujer me dijo que tenía un trabajo para mí.
Me puse a trabajar, de algo tenía que comer. Dejaba que me manoseasen e hiciesen lo que quisiesen y hacía lo que hacía con Juan, cerrar los ojos. A veces vomitaba porque me daba asco el olor a alcohol que llevaban muchos. Cuando venía un barco americano, no daba abasto, los descargaban como en un camión y venían todos borrachos.
Fui ahorrando cuanto pude, pero llegó un día que vomitaba nada más oler a tabaco y descubrí que a pesar de tener más de cincuenta años estaba embarazada y tuve a mi hija. La tuve en la maternidad y las monjitas me ayudaron, me dijeron que si quería la daban en adopción, pero no podía, se parecía a sus hermanos. Tuve que dejar la pensión y alquilar una habitación (decían que si lloraba nos echarían) y la tenía que dejar solita y era muy pequeña. Me entraba una pena muy grande y todo el tiempo sufría no le fuese a pasar algo.
En uno de los viajes que hice al pueblo apareció Juan, que estaba muy mayor y por eso no me asusté porque no lo reconocí. Me dijo que no estaba muerto como Manuel, que se había casado porque en el extranjero se había divorciado y que no había dicho nada hasta que supo de la muerte de Franco,... que no se fiaba. Que supo lo de los niños, pero que no tenía sentido decir nada ya que estaban muertos y que lo sentía, pero que había hecho dinero y que se había enterado de lo de la niña. Que estaba dispuesto a reconocerla como suya, porque como no había podido su mujer tener hijos, y sabía que yo no la podía tener... que se la llevaría a Barcelona y que era mejor para ella no saber nada, que el le daría una buena educación...
A mí me rompía el corazón, pero pensé en la vida que le esperaba conmigo. ¿Qué podía darle yo? Así viviría como los ricos y tendría de todo y dejé que se fuese, pero solo le pedí a Juan que le diesen cuando fuese mayor una caja. En ella metí envuelto con mucho cuidado mi mayor tesoro, mi alianza de oro, para que tuviese algo de su madre. 
 Cada vez soportaba menos ese olor a borrachera, porque cuando bebían me pegaban y me maltrataban y me hacían hacer cosas que no me gustaban y yo tenía que hacerlas porque quería tener algunos ahorros para mi familia, para ir al pueblo y ver a mi Manuel y a mis hijos dos o tres veces al año. 
Pero un día, uno me pegó tan fuerte que se me descolgó un riñón y no podía trabajar y marché al pueblo, con lo que había ahorrado y el dinero que me había dado Juan, según me dijo para compensar lo mucho que había sufrido, ¡como si el sufrimiento se pudiese compensar nunca!, compré una casa pequeña algo alejada pero muy bien de precio y al lado del cementerio. Un tiempo después empezaron a decir que iban a hacer un pantano y que todas las casas quedarían cubiertas por el agua y a mí me daba igual mi casa, pero no mis hijos y mi Manuel. 
A mí me gustaba Montjuïc, con aquellas estatuas y aquellas cruces, aquellas escaleras y mucho mármol. Mis niños no vieron nunca el mar y Manuel tampoco, aquello les hubiese gustado, pero era caro y tuve que esperar que hiciesen el otro cementerio. Entonces vendí la casa por cuatro cuartos para poderlos llevar a todos juntos y así tener unida a la familia. Continuará...

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