Me acurruqué muy cerca, sin hacer ruido y aproximé mis brazos lentamente hasta notar su piel caliente. Acomodé mis dedos a sus dedos y junté mi cara junto a su cuello y noté su respiración profunda. Su corazón latía deprisa. Me aparté temiendo por unos instantes que
ese frágil engranaje se parase de pronto.
La luz de una farola resplandecía tras
las rendijas de la persiana. La sábana dejaba al descubierto su
espalda y con cuidado tire de ella hasta tapar sus hombros y mi cuerpo
aún vestido. Sin darme cuenta el sueño me venció.
Desperté inquieta, alargue el brazo
rutinariamente hacía el despertador que sonaba incansable. ¡Las
seis era una hora inhumana para levantarse y además vestida!
A mi lado todavía dormido estaba él,
seguramente dado el nivel de alcohol ingerido tardaría tiempo en
despertar.
Me levanté como una autómata, me
desnudé y me metí en la ducha, me vestí con lo primero que encontré. No tuve tiempo de tomar café y salí
corriendo.
El coche respondió a la primera a
pesar del frío, el ronroneo agradecido del motor me acogió
confortable. Dueña en aquel pequeño reducto me sentía a salvo.
Cerré con el seguro las puertas y decidí tomar el atajo del
cementerio que era el camino más rápido para llegar al trabajo.
Lloviznaba cuando salí de casa y
diluviaba cuando entré en el cinturón de ronda Los limpiaparabrisas
no daban abasto en despejar el agua y un espeso vaho había empañado
los cristales. Lentamente fui subiendo por la carretera y la lluvia
cesó. Sabía que en la otra cara de la montaña siempre había
bruma, pero esta vez era una espesa niebla que se tragaba la
carretera intermitentemente; aminoré la marcha.
A esas horas de la mañana el
cementerio estaba cerrado y tendría que sortear la barrera
adentrándome por una pista forestal, pero tal y como estaba el
tiempo podía quedarme embarrancada por el fango y me daba miedo.
Estaba llegando al recinto. Las coronas y ramos se amontonaban en la
pared contigua al crematorio. Vi los suaves gladiolos entrelazados a
los crisantemos y a las rosas, que ahora sin sentido se marchitaban
aún prendidos en aros de esparraguera y
alambre.
No había nadie, ningún familiar a
esas horas, ningún vigilante y la valla bajada impidiéndome el
paso, tan sólo las flores y los muertos o lo que quedaba de ellos
que quizá ya no eran nada, simplemente viento o aire, o lágrimas
vertidas hoy o ayer o tantos días que ni el recuerdo sería capaz de
enumerar.
Todo era silencio, sólo
la lluvia cayendo sobre el coche y una soledad que debía ser la
misma soledad de aquellos muertos.
Tenía prisa, habíamos quedado en vernos para repasar el juicio que era a las nueve. Saqué la copia de la demanda y me coloqué bajo la farola, un poco apartada del camino. Algo se veía. Apagué el motor y cerré las luces; me
tenía que armar de paciencia, no había nada que hacer, sólo esperar
que a las ocho abrieran la barrera.
Los velatorios los cerraban a las diez
de la noche y la administración abría sus puertas a las ocho. Toda
la parafernalia orquestada alrededor de los lucrativos entierros
comenzaba más tarde.
Yo sabía por el entierro de mi abuela
que lo que ahora aparecía siniestramente desierto a otras horas
rebosaba público. Uno realmente acongojado, otro simplemente
cumpliendo un protocolo, firmar en un libro que el muerto nunca leerá
y escuchar visiblemente emocionado los discursos personalizados, en
capillas personalizadas, con féretros personalizados e incluso urnas
personalizadas.
Pero el agua caía y la luz del alba
solo hacía resplandecer la niebla. Como figuras chinescas se
dibujaban los árboles, zarandeadas sus ramas por el viento. A lo
lejos, como surgiendo entre el humo blanquecino de un decorado, se
veía una ciudad, un pequeño pueblo de casas blancas, bien alineadas
y simétricas, con sus calles mojadas y vacías.
Pero... de pronto vi la dimensión
exacta de aquellos bloques de cemento y me di cuenta que no estaban
tan lejos como me parecía,... de pronto, creí ver una figura humana que se movía entre
aquellas casas-nichos. Una silueta ennegrecida por las nubes grises
que prolongaban aquella oscuridad matutina. Me entró pánico, e intenté dar marcha atrás, pero se caló y quede paralizada. Al otro lado, en el aparcamiento vacio,
vi un coche. Era un coche grande de ruedas enormes y pensé que era
de la sombra que había visto hacía unos momentos... Pero era una sombra pequeña, una sombra furtiva que no imaginaba dentro de aquel enorme 4X4; las luces
potentes de sus faros inundaron de colorido el montón de flores y el
haz de luz me dio de lleno en la cara.
Hice como hacen los avestruces para
evitar el peligro, me agaché, estaba deslumbrada.
Pero el instinto de conservación me
hizo poner el coche en marcha y girar el volante todo lo rápido que
pude intentando dar media vuelta.
El todo terreno se había parado
delante de la barrera y por un momento pensé que iba a embestirla,
pero no esperé a verlo y marché, estaba aterrorizada.
La carretera estaba vacía y apreté el
acelerador, pero oí el ruido de un motor y pensé que por la pista
forestal llegaría antes a la carretera principal. Todo era lúgubre y me parecía estar viviendo una película de terror.
Había dejado de llover y un gazapo, un
pequeño conejo gris, quedó paralizado ante las luces. Frené en
seco y el coche, anegadas las ruedas por el barro, se deslizó hasta
quedar frenado por un montón de grava y saliéndose del camino fue a chocar contra unas piedras. El
topetazo no había sido fuerte pero las ruedas rodaban en el surco
que habían dejado y uno de los faros se había roto. Busqué el
móvil en el bolso e intenté infructuosamente conectarlo, no había
cobertura a pesar de estar al lado de una torre de comunicaciones. No
se oía más ruido que el del agua que de nuevo golpeaba las hojas y
el de mi respiración jadeante. Intentaba tranquilizarme,... no había
pasado nada, era cuestión de esperar que se hiciese de día, era cuestión de minutos.
Pensé en Carlos que con seguridad
continuaba dormido, ajeno a todo.
Era cierto que desde que vivíamos
juntos salía menos, alguna cena de trabajo, algún congreso, algún
amigo afligido.
No he soportado nunca el olor a alcohol
de los borrachos o de los bebedores. Ese olor a cazalla y a café
recién consumido que tienen algunos asiduos de los bares en que
apresuradamente tomo mi cortado matutino. Esa “barreja” que les permite subirse a un
andamio o meterse en una mina, o soportar el frío de una obra o el
calor sofocante del caucho cuando se deshace. Pero quizás aunque me
hiera, es un olor esporádico, lejano, porque no soy yo la que espera
tras los cristales que pase un día más con trabajo y que llegue a casa
sereno y no se meta conmigo ni con los niños.
A mí me agrede ese de después de unos
cubatas o de unas cervezas de importación. Ese de las ocho de la
noche, de las nueve o de las tres y cuatro de la mañana. Ese del
desvarío, del porque sí, del bar tras bar o antro tras antro, ese
que te abofetea y te insulta sin palabras y sin gestos.
Carlos bebe porque le gusta, dice que
entiende de “caldos” y yo sé que no, yo sé que lo que sabe lo
ha leído en el dominical del periódico.
También sé que es un seductor nato
que siempre ha gustado a las mujeres. Sé que tiene un “algo” que
atrae, tal vez cierta dureza que hace que se aprecien más sus ratos
de ternura.
Cuando por la noche me abraza y me dice
que me “ama”, yo me dejo decir y almaceno sus palabras.
1 comentario:
Preciós relat, aquest i l'anterior, però s'hi pot llegir una sensació de tristor que fa patir...
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