domingo, 1 de abril de 2012

II. El gazapo gris.




Me acurruqué muy cerca, sin hacer ruido y aproximé mis brazos lentamente hasta notar su piel caliente. Acomodé mis dedos a sus dedos y junté mi cara junto a su cuello y noté su respiración profunda. Su corazón latía deprisa. Me aparté temiendo por unos instantes que ese frágil engranaje se parase de pronto.
La luz de una farola resplandecía tras las rendijas de la persiana. La sábana dejaba al descubierto su espalda y con cuidado tire de ella hasta tapar sus hombros y mi cuerpo aún vestido. Sin darme cuenta el sueño me venció.
Desperté inquieta, alargue el brazo rutinariamente hacía el despertador que sonaba incansable. ¡Las seis era una hora inhumana para levantarse y además vestida!
A mi lado todavía dormido estaba él, seguramente dado el nivel de alcohol ingerido tardaría tiempo en despertar.
Me levanté como una autómata, me desnudé y me metí en la ducha, me vestí con lo primero que encontré. No tuve tiempo de tomar café y salí corriendo.
El coche respondió a la primera a pesar del frío, el ronroneo agradecido del motor me acogió confortable. Dueña en aquel pequeño reducto me sentía a salvo. Cerré con el seguro las puertas y decidí tomar el atajo del cementerio que era el camino más rápido para llegar al trabajo.
Lloviznaba cuando salí de casa y diluviaba cuando entré en el cinturón de ronda Los limpiaparabrisas no daban abasto en despejar el agua y un espeso vaho había empañado los cristales. Lentamente fui subiendo por la carretera y la lluvia cesó. Sabía que en la otra cara de la montaña siempre había bruma, pero esta vez era una espesa niebla que se tragaba la carretera intermitentemente; aminoré la marcha.
A esas horas de la mañana el cementerio estaba cerrado y tendría que sortear la barrera adentrándome por una pista forestal, pero tal y como estaba el tiempo podía quedarme embarrancada por el fango y me daba miedo. Estaba llegando al recinto. Las coronas y ramos se amontonaban en la pared contigua al crematorio. Vi los suaves gladiolos entrelazados a los crisantemos y a las rosas, que ahora sin sentido se marchitaban aún prendidos en aros de esparraguera y alambre.
No había nadie, ningún familiar a esas horas, ningún vigilante y la valla bajada impidiéndome el paso, tan sólo las flores y los muertos o lo que quedaba de ellos que quizá ya no eran nada, simplemente viento o aire, o lágrimas vertidas hoy o ayer o tantos días que ni el recuerdo sería capaz de enumerar.
Todo era silencio, sólo la lluvia cayendo sobre el coche y una soledad que debía ser la misma soledad de aquellos muertos.
Tenía prisa, habíamos quedado en vernos para repasar el juicio que era a las nueve. Saqué la copia de la demanda y me coloqué bajo la farola, un poco apartada del camino. Algo se veía. Apagué el motor y cerré las luces; me tenía que armar de paciencia, no había nada que hacer, sólo esperar que a las ocho abrieran la barrera. 
Los velatorios los cerraban a las diez de la noche y la administración abría sus puertas a las ocho. Toda la parafernalia orquestada alrededor de los lucrativos entierros comenzaba más tarde.
Yo sabía por el entierro de mi abuela que lo que ahora aparecía siniestramente desierto a otras horas rebosaba público. Uno realmente acongojado, otro simplemente cumpliendo un protocolo, firmar en un libro que el muerto nunca leerá y escuchar visiblemente emocionado los discursos personalizados, en capillas personalizadas, con féretros personalizados e incluso urnas personalizadas.
Pero el agua caía y la luz del alba solo hacía resplandecer la niebla. Como figuras chinescas se dibujaban los árboles, zarandeadas sus ramas por el viento. A lo lejos, como surgiendo entre el humo blanquecino de un decorado, se veía una ciudad, un pequeño pueblo de casas blancas, bien alineadas y simétricas, con sus calles mojadas y vacías.
Pero... de pronto vi la dimensión exacta de aquellos bloques de cemento y me di cuenta que no estaban tan lejos como me parecía,... de pronto, creí ver una figura humana que se movía entre aquellas casas-nichos.  Una silueta ennegrecida por las nubes grises que prolongaban aquella oscuridad matutina. Me entró pánico, e intenté dar marcha atrás, pero se caló y quede paralizada. Al otro lado, en el aparcamiento vacio, vi un coche. Era un coche grande de ruedas enormes y pensé que era de la sombra que había visto hacía unos momentos... Pero era una sombra pequeña, una sombra furtiva que no imaginaba dentro de aquel enorme 4X4; las luces potentes de sus faros inundaron de colorido el montón de flores y el haz de luz me dio de lleno en la cara.
Hice como hacen los avestruces para evitar el peligro, me agaché, estaba deslumbrada.
Pero el instinto de conservación me hizo poner el coche en marcha y girar el volante todo lo rápido que pude intentando dar media vuelta.
El todo terreno se había parado delante de la barrera y por un momento pensé que iba a embestirla, pero no esperé a verlo y marché, estaba aterrorizada.
La carretera estaba vacía y apreté el acelerador, pero oí el ruido de un motor y pensé que por la pista forestal llegaría antes a la carretera principal. Todo era lúgubre y me parecía estar viviendo una película de terror.
Había dejado de llover y un gazapo, un pequeño conejo gris, quedó paralizado ante las luces. Frené en seco y el coche, anegadas las ruedas por el barro, se deslizó hasta quedar frenado por un montón de grava y saliéndose del camino fue a chocar contra unas piedras. El topetazo no había sido fuerte pero las ruedas rodaban en el surco que habían dejado y uno de los faros se había roto. Busqué el móvil en el bolso e intenté infructuosamente conectarlo, no había cobertura a pesar de estar al lado de una torre de comunicaciones. No se oía más ruido que el del agua que de nuevo golpeaba las hojas y el de mi respiración jadeante. Intentaba tranquilizarme,... no había pasado nada, era cuestión de esperar que se hiciese de día, era cuestión de minutos.
Pensé en Carlos que con seguridad continuaba dormido, ajeno a todo.
Era cierto que desde que vivíamos juntos salía menos, alguna cena de trabajo, algún congreso, algún amigo afligido.
No he soportado nunca el olor a alcohol de los borrachos o de los bebedores. Ese olor a cazalla y a café recién consumido que tienen algunos asiduos de los bares en que apresuradamente tomo mi cortado matutino. Esa “barreja” que les permite subirse a un andamio o meterse en una mina, o soportar el frío de una obra o el calor sofocante del caucho cuando se deshace. Pero quizás aunque me hiera, es un olor esporádico, lejano, porque no soy yo la que espera tras los cristales que pase un día más con trabajo y que llegue a casa sereno y no se meta conmigo ni con los niños.
A mí me agrede ese de después de unos cubatas o de unas cervezas de importación. Ese de las ocho de la noche, de las nueve o de las tres y cuatro de la mañana. Ese del desvarío, del porque sí, del bar tras bar o antro tras antro, ese que te abofetea y te insulta sin palabras y sin gestos.
Carlos bebe porque le gusta, dice que entiende de “caldos” y yo sé que no, yo sé que lo que sabe lo ha leído en el dominical del periódico.
También sé que es un seductor nato que siempre ha gustado a las mujeres. Sé que tiene un “algo” que atrae, tal vez cierta dureza que hace que se aprecien más sus ratos de ternura.
Cuando por la noche me abraza y me dice que me “ama”, yo me dejo decir y almaceno sus palabras.



1 comentario:

josep-maria badia dijo...

Preciós relat, aquest i l'anterior, però s'hi pot llegir una sensació de tristor que fa patir...