TV3 a todo tren; en la pantalla
senyeras, lazos amarillos y arengas nacionalistas. Butacas, unas al
lado de las otras; mujeres y algún hombre, dormidos con la cabeza
caida o adormecidos con la mirada perdida. Las voces de la televisión
amortiguan toses bronquíticas y, a pesar del ruido, se oye a los
lejos una voz de una mujer de avanzada edad que reclama repetidamente
a su madre.
Todos ancianos, o parecen ancianos,
alguno con equipo de oxigeno, otros atados con una cinta a la silla;
personas con diferentes patologías y estados, con miradas huecas y
vacías.
Es una sala de no más de cincuenta
metros cuadrados, las ventanas ocultan el exterior con una cortina;
tras unas de ellas, una pequeña terraza con un robusto ficus.
Delante de las butacas, unas mesas y
sobre ellas algunos botellines pequeños de agua con un nombre. Nadie
habla..., alguna mirada furtiva me repasa. En un rincón un hombre
mira absorto otra televisión rodeado de unas mujeres con caras
desfiguradas y durmiendo en sillas de ruedas. Unos Papá Noel adornan
la estancia y un minimalista árbol de Navidad parece indicar la
festividad de los días.
Mi amiga está en un rincón,
cabizbaja, sin su dentadura y sin su audífono, con las gafas medio
caídas y sucias, lleva un jersei deslucido. La beso, levanta su
mirada ausente, se me abraza llorando y me dice que, ¡qué ilusión!,
pero más ausente que otros días, casi no la entiendo, me quire
decir algo y no articula las palabras..., “¿Has comido?”
finalmente me pregunta. Le cojo las manos y así quedamos las dos, en
silencio. Le enseño en el móvil fotos de gatos, de perros, de
pájaros..., sonríe, me dice que estoy guapa. Le recuerdo el
tiovivo, aquel al que nos subimos una noche de invierno, en el que la
vi reír como nunca la había visto, en la que reímos las dos ajenas
a todo en el parque vacío...
Lleva los labios pintados y llenos de
migas, la limpio y beso, noto que le han cortado el pelo y que lo
tiene sucio, parece una presidiaria. Al lado una mujer duerme y al
otro, un hombre también dormido, lleva unos pantalones de chandal
llenos de manchas. Veo su aspecto frágil, curvado en poco tiempo...
Pienso en qué mundo interior vive, encerrada entre esas cuatro
paredes, rodeada de desconocidos, sin ningún recuerdo a mano. Pienso
en su vida, su dura vida, siempre trabajando, siempre pensando en sus
hijos; en su hijo, enfermo desde pequeño, con varias operaciones a
cuestas y que ahora vive sin diálisis gracias a un reciente
transplante del que no sabe nada porque no se lo quisieron decir para
“no alterarla”. Morirá con ese dolor a cuestas, con el anonimato
de sus recuerdos, sin su perro, sin sus plantas, sin nada. La paseo
por los pocos metros de estancia, no hay jardín, no hay acceso a la
diminuta terraza, por otras ventanas se ve la calle vacía, el mundo
exterior al que ni llegan.
A la una empiezan a quitar los
botellines de agua y a poner la mesa, en las misma mesas a las que
están sentados. En unas un poco más apartadas, también se disponen
a dar de comer a los más discapacitados, los otros miran y esperan.
Me despido, la dejo encerrada de nuevo en su mutismo, volveré otro
día y volverá a sonreir con la mirada perdida, dejo atrás a
Junqueras y a Rufián, a lazos amarillos y senyeras. ¿Los harán ir
a votar? Ya todo me lo creo.
Dejo atrás el triste cementerio en el
que solo esperan ser enterrados los muertos.
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