domingo, 22 de julio de 2012

Deja tu mensaje al dejar la señal. -3-


El despacho estaba en el Ensanche. Llevábamos temas matrimoniales, poco fiscal y sobretodo laboral y seguridad social.
Todavía no habían regresado del almuerzo. Faltaba un cuarto de hora para las cuatro y cogí el periódico que todavía no había leído. Me acomodé en mi sillón. De momento no llevaba ningún caso realmente importante. Hacía poco que lo había montado. Ya independizadas mis hijas y sin necesidad de un salario fijo me había arriesgado. Mi anterior trabajo me había dado tablas suficiente, estaba cansada de hacer de segundona y me creía con capacidad suficiente para independizarme. Yo llevaba fiscal y seguridad social. He de reconocer que la experiencia del resto de compañeros hizo mucho. Cristina llevaba matrimonial y Jordi y Xavier se repartían el resto de los casos. Los conocí en un master que sobre "Administración Pública y Urbanismo" se impartía en la Autónoma. Nos hicimos amigos, nos contábamos casos y al final decidimos por las mismas razones dejar nuestra seguridad en la Administración y campar por nuestros propios medios.

Cristina apareció a las cinco, explicando que me había llamado al poco rato de llamar yo y que habían anulado la cita, que tenía el teléfono desconectado. Seguramente lo había hecho cuando estaba en casa de mi madre y ni lo oí. !Era lo que me faltaba para rematar el día! Tenía muchas cosas que hacer y había perdido media tarde. Quería llegar a casa para leer y descansar un rato antes de preperarme la cena.
Solo llegar busqué el disco compacto de "Il trovatore", escogí la escena segunda del acto primero y oí la voz de Leonora. La voz cristalina de la Callas llegaba a través de mi lectura. Seguí con mi cabeza y mi cuerpo la melodía,  culminando con el coro de la escena primera del acto segundo. Sonó el teléfono, era mi madre y entonces me di cuenta de que había una llamada en el contestador. Como no había borrado lo grabado tuve que escuchar de nuevo todas las llamadas incluida una de Cristina y finalmente una voz masculina que no podía identificar y que había dejado un mensaje un tanto sorprendente.
- "Tus cartas son un vino que me trastorna y son el único alimento para mi corazón".
El mensaje con toda seguridad no iba dirigido a mi y me extrañó porque en mi contestador estaba indicado el número y era mi voz quién daba la bienvenida.
La verdad es que era una voz suave y tranquila y por unos momentos lamenté no ser yo la afortunada. Pero entre otras cosas no había escrito carta alguna últimamente.
Me había preparado unos puerros con una salsa "a la moutarde" que me había enseñado a preparar Gerard.
Gerard me llevaba dieciséis años, era francés y lo conocí en un curso de verano. Era profesor de la Sorbona. De eso hace ahora casi diecisiete años. Mis hijas por entonces pasaban parte del verano con mi madre en una casa que tenía en un pueblo de los Pirineos. Yo aprovechaba para salirme del obligado enclaustramiento.
Era un curso sobre derecho internacional que se organizaba en Estrasburgo y decidimos ir unos cuantos compañeros. Allí encontré a Gerard con un grupo de estudiantes parisinos. Era hijo de catalanes exiliados de la guerra civil. El típico francés delicado y detallista, había pertenecido al Partido Comunista y  expulsado por simpatizar con la línea italiana. Participó en el Mayo francés.
Nos escribimos y al año siguiente me invitó a ir a París en Semana Santa. Gracias a él entré en la ciudad por la puerta de la cotidianidad. Me filtré por sus encantadores recovecos. Su mano me trasladó a una vida que yo me había perdido y durante un par de semanas me olvidé de todo y solo tuve piel para sus caricias.
Conocí aquel París de trastienda y contubernio. Aquel París de exultante sensibilidad, de flores naturales en pequeños jarrones de porcelana sobre la mesa de cualquier bar, de parques cuidados como el de Luxembourgo con sus parterres en geométrica armonía, con aquellos castaños llenos de flores de color rosa. Los lánguidos sauces llorones de la "Ille de la Cité", o del "Bois de Boulogne". Aquellas avenidas anchas. Aquel impresionante París imperial. Me perdí en los "Nenúfares" de Monet, allí sentada ante el inmenso mural que me inundaba de azules y verdes. En el "Petit Palais" pude ver una exposición de Juan Gris de la que todavía guardo el póster de una ventana abierta en algún rincón de casa.
El propietario de la librería Shakespeare, un hombre afable, canoso y pintoresco, dejaba dormir a los españoles a cambio de algún servicio de limpieza. A mi me sirvió con todo ceremonial un té, era de jazmín. Sus pequeñas flores blancas llegaron a mi paladar y dejaron impregnado para siempre con su aroma mi recuerdo de París.
Tenía un pequeño apartamento en el Quartier Latín. "La Coupole" estaba cerca, aquel café que tiempo más tarde identificaría con Sartre y  Simone de Beauvoir. Fueron tan solo un par de semanas pero conocí a Marcuse y a un sinfín de intelectuales exiliados: Ballesteros, Cruspinera... Y por primera vez oí cantar la Internacional puño en alto en la Humanité. Después, Gerard vino como profesor de la Autónoma. Recordé su integración en el partido socialista y su fulminante desaparición. Solo duró un año, pero fue un rito de iniciación tardío que nunca olvidaré.

Estaba cansada y me fui a dormir. Encendí el televisor y el efecto fue inmediato. Al cabo de poco rato me despertó el sonido ya sin voz de la tele que había acabado su programación.

No había puesto el despertador con la vana esperanza de dormir hasta que se terciase. Pero soy un animal de costumbres y veinte años levantándome a la misma hora había cambiado mi reloj biológico y no había manera de conciliar el sueño pasadas las ocho de la mañana.
El sol entraba por las rendijas de la persiana. La habitación estaba inusualmente desordenada.
A la gente se la invita a cenar y si hay mucha confianza a comer pero nunca a desayunar, seguramente por el polvo, ese cómplice de las tinieblas que aparece con su máximo esplendor con la luz matutina. Hice como si no lo hubiese visto y fui a preparar un té.
El té era para mí, un rito necesario. Primero calentar la tetera, después poner las hojas mezcla de té negro impregnadas con aceite de bergamota (especie de naranja muy aromática). Tenía que verterse el agua hirviente y calentar unos minutos la tetera y después poner el té y verter el agua caliente y dejarlo reposar los reglamentarios tres minutos. Me gustaba tomarlo en taza de porcelana, que son de borde más fino y puede paladearse mejor. Lo acompañaba con tostadas que untaba de mantequilla (que había sustituido por margarina) y mermelada de naranja amarga, aquella que hacen los ingleses con los naranjos bordes que nosotros tenemos en multitud de patios y avenidas y solo utilizamos para darles nombre.
El día era espléndido. Había bajado a comprar el periódico y sentada al sol de mi pequeña terraza me disponía a su lectura cuando sonó el interfono.
Era mi hija Marta.
La temía porque a esas horas solo podía indicar alguna urgencia. Sus urgencias acostumbraban a ceñirse a explicar la última incomprensión del novio o a las terribles injusticias en el trabajo. Hacía escasamente unos meses que había acabado en la facultad y trabajaba por las mañanas en un despacho de un colega mío, de pasante. El sueldo era escaso, pero había sido decisión suya irse a vivir con el novio.
Tanto ella como su hermana, “gracias” a una educación abierta y liberal, estaban convencidas todavía que la cuestión estribaba en tener razón y la justicia haría aflorar la verdad. Vanos habían sido mis esfuerzos para evidenciar la paradoja cotidiana: qué vivíamos en una sociedad de apariencias en la que no se pueden creer los discursos porque nunca se sabe dónde se esconde la verdad. Las apariencias son anuncios y la vida es un producto que una vez pagado no admite reclamaciones.
No era conformismo lo que yo deseaba imbuirles, simplemente que nada en esta vida justifica el perder absurdamente un instante. Yo había tenido bastante con una religión de la que conservaba cierto masoquismo y con la que me costó trabajo romper. Ellas se habían educado sin referencia religiosa y con unos valores que fueron los míos. ¿Qué otra cosa pude hacer? Preferí dárselos aunque sólo fuese para ir en contra de ellos y me erigí en "poseedora de valores eternos" muy a mi pesar, para darles confianza y suplir la falta de un dios omnipotente y omnipresente, intentado al menos ser omnicomprensiva. Quizás también por un sentimiento de culpabilidad que todavía arrastro de haberlas dejado sin padre.
Era difícil explicarles lo que a mi me estaba costando toda una vida entender. Me trasladaban con el máximo rigor cuantos agravios recibían, esperando que yo como madre-dios les diese la esperada solución. A mi me dejaban angustiada. Ellas, a pesar de la distancia se sentían respaldadas. Me sabían fuerte y que como el ave Fénix , una y otra vez renacía de mis cenizas y en ello confiaban.
Marta había heredado de su padre sus ojos azules, su andar arrastrando los pies, el levantar sus cejas con el ceño algo fruncido, la boca carnosa y los blancos y alineados dientes, así como un carácter fuerte y dominante.
Prescindía de todo protocolo, lo cual se traslucía en una indumentaria que uniformaba a su generación. Pantalones vaqueros, una camiseta amplia y una botas que parecían ser como mínimo tres números mayor que sus pies. El pelo negro le caía en una larga melena sobre la espalda. Con un ademán automático una y otra vez retiraba con la mano el mechón que previamente, con un leve movimiento de cabeza, había deslizado por encima del hombro.
- Si...
- Ana, soy Marta
- Si ya lo sé, sube.
Mis hijas me llamaban siempre por el nombre lo que me había quitado autoridad desde el principio. La progresía de aquellos tiempos así lo requería.
Solo entrar se dirigió automáticamente a la nevera. 
-¿Puedo coger...? Sí, ya sabes que sí.
Cargada con un yogur y un paquete de galletas se arrellanó en el sofá.
- Jorge es un gilipollas, pretende que yo pagué el piso y él solo colabora con una pequeña cantidad, vive con sus "papas" y viene cuando le interesa estar conmigo. Llega, se pone a ver el fútbol y yo a hacer la cena...
Mientras hablaba recordaba su nacimiento. Recordaba sus manos enjugando mis lágrimas recién separada de su padre. Recordaba su llanto cuando él decidió no verla más. Durante algunos años la llamó en su cumpleaños y le prometió juguetes que nunca llegaron. Cuando cumplió los dieciocho años su padre le envió un telegrama. Fue tarde, ella ya no quería un padre, buscó un amor adolescente y desde hacía ya un par de años vivían el uno para el otro. Pero en el fondo también buscaba en él aquella referencia familiar que nunca tuvo.
- Pero tiene esa inocencia y es tan cariñoso... y además lo arregla todo, ha montado una mesa...
Yo la admiraba por su constancia. Había acabado a los veintidós años la carrera que le gustaba y seguía metida en cursillos y charlas. Era valiente y tenaz.
Nuestra relación había sido difícil pero a pesar de ello y del mal trato muchas veces recibido, cuando se cruzaban nuestras miradas, me reconocía en ella como en un eco de mi misma, de mi vitalidad, de mi inconformismo y me sentía por unos instantes orgullosa de mi "obra".

Mi madre no hacía más que lamentarse de mi soledad, su soledad.
Mis compañeros no cesaban en el intento de encontrarme un novio. Me hacía gracia que creyesen en mi perentoria necesidad no sé bien si sexual o afectiva y que era en realidad más suya que mía.
Por el momento tenía multitud de cosas por hacer y explorar como para sentirme agobiada.
Era difícil explicar a los hombres que la sexualidad femenina, a diferencia de la masculina, no necesita ser satisfecha sin previo motivo. Se crea la necesidad cuando amas, cuando deseas comunicar afecto y ternura.
El sexo es un vehículo, es un medio por el que te expresas y comunicas. Sin objeto de amor, es difícil tener el deseo.  Conseguir la satisfacción física es una técnica que se aprende, pero la comunicación amorosa es una emoción profunda que trasciende. Habilmente la sexualidad masculina se difunde a los cuatro vientos; en películas, revistas, anuncios, etc. La nuestra es una sociedad fálica, de machos alfa marcando su territorio, sus normas de dominación y vasallaje. Las mujeres deslumbradas por el discurso, renuncian al inmenso placer de los ritos y se conforman con unos efímeros instantes de placer. 
El no tener las mismas apetencias sexuales, o mejor dicho las mismas motivaciones, no significa estar más reprimido. La represión afecta a los dos sexos por igual, pero en uno reprima la capacidad para obtener satisfacción sexual y en otro la capacidad de exteriorizar sentimientos. 
En búsqueda de la igualdad se renuncia a algo que forma parte de nuestra esencia: el lenguaje amoroso. La mujer buscará cubrir en los hijos esa necesidad de cariño y de afecto. Ese objeto de amor a quien abrazar, acariciar y en quien volcar todo ese montón de ternura que guarda dentro.
¿Por qué se ha de escoger? ¿ Por qué no incorporar placer al sentimiento?
El hombre parece seguir ajeno. Se le ha obligado tan solo a depurar su técnica para conseguir su objetivo. Ceden muy a su pesar a la ternura, como una táctica y el conseguir el “placer” de la pareja se vuelve el único objetivo. ¿Qué tal el orgasmo? ¿Cómo te lo has pasado? etc. etc. Este es el colofón a una velada romántica de luces tenues y música de violines.
Sigue el hombre dejándose llevar por ese impulso rudimentario y primitivo, reminiscencia de aquel acto imperativo, duro y agresivo con el que antes de tener el gesto y la palabra se perpetuaba la especie.
Lo peor es que era la hembra la que quedaba aprisionada, inmóvil entre mordiscos y garras cuando el macho la montaba. Después de todo, ganar placer ha sido un gran paso, incluso tendríamos que estar agradecidas.
Había tenido una semana muy dura y me apetecía un ambiente relajado. Cerca del despacho tenía una librería que ocupaba la planta y los sótanos de un típico edificio del Eixample. Además del buen precio de sus libros, estaba instalada en su interior una cafetería, con un estupendísimo té y una inmejorable repostería. En el patio interior y a la sombra de unas magnolias se distribuían unas cuantas mesas y allí me dejaba caer yo de vez en cuando. El té era servido en una robusta tetera metálica, de sobrio diseño. La leche en jarrita aparte, siendo la carta de tés muy buena a pesar de no ser muy amplia. El único peligro era salir siempre cargada con uno de aquellos maravillosos libros en oferta, libros de arte, de viajes, de recetas... Tan solo abrirlos me subyuga su cuidada estética y acababa siempre carreteando algún inmenso volumen por miedo de perder la impresionante oferta.
Me relajaba mirar a mi alrededor, iba observando como la gente merodeaba por las estanterías en busca de algún libro sugerente y no entendía como aquella ciudad desposeía de identidad a sus ciudadanos. Todos parecían parapetarse tras las librerías, ensimismados en su mundo, ajenos a todo, yo no podía reconocer a nadie.  

Un mediodía, a mi llegada a casa, había un nuevo y misterioso mensaje.
- "Tus cartas apaciento metido en un rincón y por redil y hierba les doy mi corazón".
Ahora ya lo sabía. Busqué en la librería y al final allí estaba, ¡en el libro de Miguel Hernández "Poemas de Amor"!
Era un monólogo poco habitual. Los monólogos son en principio creídos parte de un diálogo donde se espera una respuesta inmediata. Es la vida quien nos va descubriendo la realidad de los diálogos, inequívocos soliloquios que la mayor parte de las veces no han sido oídos y menos escuchados. Los auténticos, son monólogos interiores que no pasan de ser mera estructura lingüística rara vez verbalizada. El pensamiento no necesita voz para entenderse. ¿No es prueba de falta de cordura el verbo a solas con uno mismo? ¿Pero se diría alguien algo en verso a si mismo? ¿No son los poemas los únicos monólogos a alguien dirigidos? ¿No son los poemas monólogos audaces y atrevidos que despiertan sentimientos que no expresan las palabras?.
Nunca me habían recitado un poema. Ahora, aunque no fuese para mi, era mío. Podía oírlo cuantas veces deseara. Me quedaba para siempre inmortalizado lo dicho.

martes, 10 de julio de 2012

Deja tu mensaje al oir la señal. - 2 -



Ya hacía rato que había acabado y el niño de al lado me estaba poniendo nerviosa. Tenía acumulada cierta irritabilidad a cualquier sonido infantil no controlado y decidí irme. Había quedado citada con uno de los clientes a las cuatro. Además debía preparar un juicio para el día siguiente. No era muy importante pero acostumbraba a repasar concienzudamente todo mi trabajo.
Llamé a Cristina, una de mis socias. No había contraorden.
Me hacía gracia, mis compañeros de despacho, incluida Cristina, me buscaban un novio. Por ello Cristina me informaba de cualquier posibilidad. Esta vez al parecer el cliente era un atractivo empresario.
- Ponte bien guapa porque nunca se sabe. Dijo.
- Tranquila, hoy me he puesto mis mejores galas.- Le comenté divertida.
Teníamos una especie de complicidad femenina: Cristina era mas joven que yo, pero la verdad es que no se notaba demasiado. Sus gustos en lo que a hombres se refería, distaban bastante de los míos. Era de aquella generación que a pesar de los planteamientos de igualdad sexual, mantiene actitudes impregnadas del más recalcitrante machismo. Siempre me había sorprendido que no hubiese una palabra equivalente a machismo para definir la actitud femenina. Si machismo define la prepotencia típica del sexo dominante, la supeditación o subordinación pretendidamente inherente a nuestro rol sexual, no viene definida por el término feminismo, que significa luchar por los mismos derechos que tiene el varón reconocidos. Cristina entendía la igualdad como una asimilación a las actitudes masculinas. Hablaba de sexo con la misma desenvoltura que un hombre, explicando chistes subidos de tono o dándole a cualquier frase un contenido picaresco y erótico. Su ética sexual entendía de amantes y más de una mañana le había dejado la llave de mi casa para llevarse a uno de sus ligues, ya que su marido, a pesar de trabajar por las mañanas, tenía un trabajo liberal y podía presentarse en cualquier momento.
Poco a poco fui descubriendo que formaba parte del rito. Aunque lo hacía todo con el máximo sigilo, era más para que yo y los demás supiésemos de sus hazañas que por otra cosa. Nos movíamos en mundos diferentes y tenía una cierta envidia de mi "intelectualidad".
Yo todavía estaba resentida. Mis últimos escarceos amorosos me habían dejado algo maltrecha. Había salido de mi letargo emocional en varias ocasiones con amores esporádicos sin futuro.
Poco antes de marchar la menor de mis hijas y en plena crisis de readaptación, apareció un hombre en mi vida que trastocó todos mis planteamientos. Irrumpió con la visceralidad de una pasión y me dejé convencer por la suavidad de su piel. Irradiaba una cierta dureza que me atraía. Tenía necesidad de una referencia afectiva, mis hijas habían ido creciendo y me estaban dejando vacía de ternuras.
Recuerdo algunos instantes en que me sumergía en sus aguas que parecían tranquilas, cuando de pronto sus palabras rompían como olas. Crestas embravecidas que me golpeaban con su espuma hiriente.
Pero me cansé de oír sus "te quiero". Qué querían decir, ¿me quieres ? ¿Qué fueron mis "te quiero" o los suyos?. ¿Qué quieren decir cuando te dicen "te quiero"? ¿no desfallezcas?, ¿alégrame la vida ?
No pude ser yo, porque mi esfuerzo era sistemáticamente considerado un agravio. Su actitud posesiva y dominante me rebeló. Siempre blandiendo la espada del adiós hasta que fui yo quien lo dejó. Su amor era una declaración de principios, un amor histriónico en cuyo guión no estaba previsto un final feliz.
Fue curioso que muchas personas de su entorno con las que creí haber trabado amistad, desaparecieron. Al parecer como en los vinos, la antigüedad es una cualidad y me quedé sola del todo porque con él se fue todo el lote de conocidos.
Es curioso comprobar como la gente, con una temeridad envidiable juzga actos y situaciones y aplica con rigor las más duras penas cortando con cualquier lazo afectivo. Casi siempre es el más fuerte quien recibe el castigo. Vivimos en una sociedad que premia el masoquismo. Según las creencias cristianas con las que fuimos educados, Jesucristo nos amó tanto que murió por nosotros y reminiscencia cristiana-católico-romana es el dolor. Una madre cuenta el sufrimiento por los hijos como prueba máxima de amor. El más destrozado de los participantes en el juego del amor, a diferencia de otros juegos más prosaicos como el boxeo, pero no menos sanguinarios, es el que recibe todos los parabienes.
Si una viuda no llora , seguramente es que no ha querido. Si no hay luto es que no hay dolor y si no hay dolor es que no hay amor. Si un amante muere por amor lo enaltece, lo eleva a la categoría de lo sublime.
A mi nuevamente me había dejado inmersa en una especie de amnesia post-traumática que indicaba como en los accidentes la profundidad del golpe recibido.
Tenía pocos amigos ya que mis tareas domésticas y mi responsabilidad de madre-padre me habían hecho una desclasada generacional. Pocas personas de mi edad tenían hijos tan mayores y pocas con hijos mayores todavía conservaban mis inquietudes.
Es cierto que muchas veces sentía necesidad de cobijo y protección. Entonces abría la válvula de escape y lloraba y lloraba. Todos estos pensamientos me hicieron entristecer y me golpeó un dolor infinito.

El olor a las violetas me había devuelto a la realidad, no tenía una mano que coger ni un hombro donde apoyarme. Mi risa y mi llanto se acababan en mi misma y por un momento lo lamenté.
Había cogido el autobús porque seguía lloviendo, pero el olor a ozono se colaba por la ventanilla y me apeé en la parada siguiente. Fue un impulso que me dirigía hacía el mar. El olor inconfundible a sal y alquitrán me embriagaba. El agua se mecía tornasolada bajo aquella capa irisada de petróleo y suciedad. De vez en cuando un pez rompía la monotonía surgiendo boquiabierto a la superficie. Los innumerables círculos concéntricos se deshacían bajo aquella fina lluvia. Veía mi infancia reflejarse a través de aquel oscuro espejo. El agua salpicando mis pies cuando las olas rompían contra la proa de las “Golondrinas” en aquellos viajes estivales amenizados por un acordeonista. La caña y el cangrejo de rigor pescado en azarosa búsqueda por las rocas de la recién inaugurada escollera. Las plataformas de las mejilloneras con sus ristras apelmazadas de moluscos. Mis breves paseos de adolescente nostálgica, aquellas escaleras ennegrecidas que pisé tantas veces con mi padre y el mismo mar...en cambio yo no era la misma.
Llegué a casa entumecida y mojada, pero lo primero que hice al abrir la puerta fue dirigirme al contestador para ver si había algún mensaje. Solamente había uno de mi madre que me recordaba que había quedado en ir a comer a su casa y otro de Mónica, mi hija menor, que me preguntaba por la receta de un pastel.
Mi madre como siempre se metería con mi atuendo.
- Hay que ver, teniendo cosas tan monas como tienes y siempre has de escoger las que no te favorecen, dijo al abrirme la puerta. 
-¿Qué sabes de tus hijas? Parece mentira que las hayas dejado marchar de casa. Además lo sola que te debes sentir.
- Mamá son mayores de edad y no puedo hacer nada. Estoy bien sola.
- No digas barbaridades !cómo vas a estar bien sola!. ¡Ya verás lo que es la soledad !.
No me gustaba ir a comer a su casa porque siempre era la misma retahíla. Me intentaba saciar como si no fuese a comer durante años y ese fuese el único alimento que me iba a proporcionar energía para subsistir.
-¿Y no comes el pescado?
- !Mamá, si me he comido la carne!
- Bueno, después estás como estás, cadavérica igual que tu hija Mónica que seguramente tiene anorexia por seguir la moda, una moda que no favorece a nadie...
- Mamá se me hace tarde y he quedado en el despacho.
- Justo es lo que te faltaba. ¿No tenias bastante con un sueldo fijo? Muchos darían media vida por tener un trabajo como el que tenías...y más con las primas que cobrabas, que en lugar de haberlas invertido en un despacho podías haber costeado algún curso de especialización en el extranjero a tus hijas, o haberte dedicado a estar más en tu casa....
Le di un beso y me despedí.

domingo, 8 de julio de 2012

De "Deja tu mensaje al oir la señal" -1-





Me había despertado sobresaltada. De pronto me encontré sentada en la cama y el hecho lo recordé más tarde.
Era un pensamiento que me producía una terrible sensación de desasosiego. Era tener conciencia por breves instantes de la inmensa nada a que estamos condenados, a la que irreversiblemente tendemos y que nada ni nadie puede parar. Era como si de pronto mi cerebro fuese capaz de escabullirse por unos instantes de ese conformismo atávico que nos salva del pánico a lo desconocido. Una sensación de desamparo infinito, de soledad inmensa, de terror, de sinrazón, de horror por saber que no solo desconocería el devenir del mundo, no solo perdería a mis seres queridos, sino que además se acabaría mi pensamiento.
Era saber que la pequeña ventana se cerraba y me condenaba a la oscuridad más absoluta. Yo no podía hacer nada, tan solo esperar.
No creí que nadie que hubiese sentido lo mismo estuviese al día siguiente tan tranquilo; con toda seguridad se amotinarían, se rebelarían contra ese espantoso tiempo que aboca a la nada, contra esa terrible rutina que amortigua sentimientos. Pero ¿cómo rebelarse? He ahí el dilema.
Esa nueva sensación trastocó un poco mis planteamientos. Mis decisiones no habían sido nunca demasiado acertadas (por aplicar un calificativo un poco condescendiente)
Quizás por ello mi vida había pasado tan rápido que todavía conservaba como un recuerdo reciente mis pequeñas manos, las pecas que todavía marcaban mi rostro, mi pelo negro...
Algunas veces, cuando me miraba en el espejo, seguía viendo a aquella niña cargada de ilusiones y de sueños a pesar de mi edad.
Me parecía mentira haber recuperado la tranquilidad de mi adolescencia. Recordaba con suave nostalgia cuando encerrada en mi habitación, revisaba el mundo, a salvo entre aquellas paredes familiares. Ahora la edad y las circunstancias habían endurecido mis planteamientos, pero a solas conmigo seguía siendo la misma.
Por un momento añoré a mi padre que me dejó a deber tantos “te quiero”.
Para no deprimirme abrí el armario y escogí un vestido negro ceñido que dejaba al descubierto mis piernas, cogí del cajón unas medias negras que todavía no había estrenado y busqué un bodi de encaje regalo de un antiguo novio.
Después me preparé la bañera, la llené de espuma. Mientras me bañaba sonaba la música de Puccini: Madam Butterfly. Con la Callas recuperaba por unos momentos aquel dulce dolor de la melancolía de la adolescencia. Me vestí y antes de salir revisé mi aspecto en aquel gran espejo que había hecho instalar en mi habitación. Me vi todavía joven y recordé un pasaje de las memorias de Simone de Beauvoir en el que un día, también a través de un espejo, toma conciencia de que el tiempo le ha pasado y seguramente ya no encontrará ningún amor que la haga vibrar de nuevo. Es de una nostalgia desgarradora, me impresionó muchísimo y por aquel entonces me sonaba lejano. Ahora en cambio, temía que esa barrera que entreteje el sutil hilo del tiempo, esa telaraña que se enreda y engancha pegajosa, de pronto, me atrapase dejándome arrugada y seca como esas moscas que se debaten sin suerte antes de ser devoradas. Lo que más me afectaba era la idea de que llegado el momento, me diese cuenta de que no había aprovechado mi vida, que había perdido el tiempo.
Mi abuelo había muerto joven, mi padre también y me preocupaba que al haber heredado el empuje y la fuerza paterna, podría también haber heredado el hado fatídico de morir a temprana edad. Desde la muerte de mi padre, cuando yo contaba quince años aprendí a saborear la vida, a ser consciente de cada instante captando todos los detalles para poder después recrearme con su recuerdo; esto hizo que no tuviese una adolescencia atormentada.
Superé situaciones siendo fuerte. Ser fuerte es una postura en la vida que requiere mucho valor. Siempre me ha molestado el que la gente atribuya a la inteligencia o a determinados dones lo que es obra del esfuerzo y la constancia. Es muy fácil pensar que son diferentes de nosotros aquellas personas que ante un contratiempo anteponen la razón al sentimiento y el bien general al propio. Con estos pensamientos cogí el bolso, comprobé que llevaba las llaves y llamé al ascensor.
Era un día que no acompañaba a mis propósitos de deambular en plan contemplativo por la ciudad, estaba nublado y hacia un aire frío a pesar de estar ya a finales del mes de Abril, pero me sentía segura de mí misma y a pesar del tiempo decidí arriesgarme, no era el caso subir a buscar el paraguas, era poco elegante ir carreteando arriba y abajo un paraguas automático que no cabía en el bolso y que seguramente acabaría olvidado como tantos otros en cualquier sitio. No tenía una idea demasiado preconcebida de a dónde ir. Me apetecía andar por la parte antigua, mezclarme con los turistas y redescubrir aquella ciudad que tanto amaba .
Me dirigí caminando hacia el paseo de Gracia. Me gustaba bajar lentamente por la ancha acera, pararme en algún escaparate, sortear el tumulto de japoneses que con sus cámaras fotográficas inmortalizaban la famosa casa Batlló de sedante belleza. La conocida obra de Gaudí de delicados tonos azulados se alineaba con otras magníficas casas modernistas configurando lo que se conocía por la " manzana de la discordia".
El paseo de Gracia confluía en la Pza de Catalunya. Allí estaba el nuevo Café Zurich, que nada tenía que ver con el emblemático café de antaño, que como un baluarte y con su variopinta clientela daba la bienvenida al paseo de más raigambre de la ciudad: la Rambla.
Caminé despacio saboreando el paseo. Los primeros kioscos de periódicos y revistas ofrecían la fácil lectura de todos sus titulares. Las más terribles y sanguinolentas escenas se alternaban con las imágenes de estrellas de cine, futbolistas y una boda por todo lo alto de ni se sabe de quién. Después, los pequeños zoos que hacinaban en sus estantes periquitos, canarios, tortugas, patos, gallinas y un sinfín de animalillos, era el toque popular a una ciudad cosmopolita e internacional. Unos metros mas abajo inusuales estatuas humanas esperaban hieráticas alguna dádiva. Finalmente los puestos modernizados de flores, con su espectacular colorido, daban el toque de distinción al tramo que recibía su nombre. Nardos y claveles entremezclaban su alcurnias; crisantemos, gladiolos y dalias languidecían esperando dar el último adiós a algún ser querido enredados en aquellos enmarañados redondeles de espinosa esparraguerra.
Paré y compré un ramillete de violetas. Me gustaban esas flores pequeñas, olorosas y sobretodo manejables. Te las podías poner en cualquier ojal o prender con un simple alfiler y te acompañaban agradecidas con su aroma y su color.
Estaba a punto de llover, no sabía si entrar en el Café de la Ópera o acercarme al “Paraigües”, pero al final me decidí por en una de aquellas anticuadas granjas de la calle Petritxol, en las que cuando todavía no temía al colesterol entraba a comer chocolate con churros. De eso hacía muchos años. El tiempo no había pasado por ellas: el mismo flan cónico con nata, el mismo chocolate suizo, el mismo camarero con chaqueta blanca y pajarita negra. Seguramente uno de los pocos que todavía quedan con contratos indefinidos y que con el lote de mesas de mármol, sillas de madera y luces mortecinas, desaparecen con la remodelación del establecimiento.
Me pedí un café y un croissant. Los croissant deben ser crujientes como su nombre indica, no de pasta de briox sino quebrada y con mantequilla que los hace más suaves, no con manteca de cerdo que los engrasa y apelmaza.
Sentada en la mesa de al lado observé a una chica joven con un niño de unos tres años. Pensé en lo rápido que habían crecido mis hijas y en la tranquilidad absoluta de no tener que controlar vasos, tazas, saltos y gritos. Me había pasado años de vigía sin un instante de sosiego. Me parecía mentira tener mi propio espacio largamente perdido y recuperado de pronto. Sí, de pronto. Había pasado todo tan deprisa que todavía no había tenido tiempo ni energía para saborearlo: mis hijas se habían independizado según la tradición familiar, pero no por seguirla, era más bien empujadas por un deseo de vivir sus propias vidas. Se habían ido creando su propio microcosmos. Habían socializado todo lo mío y en cambio lo suyo era suyo y no se les veía ningún viso de solidaridad. Estaba harta de hacer de criada, a pesar de ser una madre atípica y de limitar mis tareas a medida que fueron creciendo. El haberlas educado en una camaradería absoluta hizo que fuese más un piso de estudiantes que otra cosa, con el agravante de que conservé mi estatus jerárquico solamente para lo malo: es decir para llevar el peso de toda la casa incluido la conservación y limpieza del habitáculo.
Su padre hábilmente después de un acordado relevo cuando acabase su carrera y antes de pasarme la vez, decidió dedicarse en alma, corazón y vida a la facultad y a su progresía. Decidió cuando la más pequeña tenía tres años y la mayor seis, en aras a una total coherencia, no ser mal padre a medias, sino mal padre del todo desapareciendo de nuestras vidas.
Quizás me casé por huir de mi madre. Quizás tuve hijos no sabiendo todavía lo que era el amor y necesitando perderme en sus ternuras, en sus caricias , en sus juegos, en sus sueños que eran los mismos que los míos de niña-adulta y en ellos me refugiaba y me saciaba. A pesar del cansancio, del agotamiento, disfruté con ellas. Tenía entonces energía para trabajar por las mañanas de administrativa en un Bufete y aprovechar las noches para la lectura y el estudio. Así fue como acabé la carrera y finalmente ahora he podido dejarlo y montar con tres compañeros más un pequeño despacho de abogados.
Estoy plenamente convencida de que mis hijas me cambiarían tranquilamente por una madre tradicional que hubiese dejado de ser joven por ellas y que solo tuviera vida para cuidarlas. Tal vez algún día valoren como acto de amor el esfuerzo por no perderme en sus vidas y no hacer de ellas continuación de la mía. Durante mucho tiempo sentí nostalgia de aquellas parejas con hijos . Muchas veces me saltaron las lágrimas cuando vi a padres jugando. Muchas veces imaginé que estaba en un combate, que me habían herido y que nadie se podía parar a ayudarme.
A pesar de todo tiré adelante y aprendí a sacar provecho de cualquier momento. Se me agudizaron los mecanismos de aprendizaje por necesidad y, así como leía con todo tipo de ruidos e incomodidades, aprendí a ordenar mi interior como en un puzzle encajando todas las ideas y dejando siempre suficiente espacio para inquietudes y sorpresas.

Deja tu mensaje al oír la señal. (del Cap.II)


No había puesto el despertador con la vana esperanza de dormir hasta que se terciase. Pero soy un animal de costumbres y veinte años levantándome a la misma hora había cambiado mi reloj biológico y no había manera de conciliar el sueño pasadas las ocho de la mañana.
El sol entraba por las rendijas de la persiana. La habitación estaba inusualmente desordenada.
A la gente se la invita a cenar y si hay mucha confianza a comer pero nunca a desayunar, seguramente por el polvo, ese  cómplice de las tinieblas que aparece con su máximo esplendor con la luz matutina.  Hice como si no lo hubiese visto y  fui a preparar un té. 
El té era un rito necesario. Primero calentar la tetera, después poner las hojas mezcla de te negro y alguno de frutas, en este caso la manzana verde. Tenía que verterse el agua hirviente y dejar reposar los reglamentarios tres minutos y después tomarlo en una taza de porcelana fina. Me encantaba acompañarlo con tostadas que untaba de mantequilla (que había sustituido por margarina) y mermelada amarga, aquella que hacen los ingleses con los naranjos bordes que nosotros tenemos en multitud de patios y avenidas y solo utilizamos para darles nombre.
El día era espléndido. Había bajado a comprar el periódico y sentada al sol de mi pequeña terraza me disponía a su lectura cuando sonó el interfono.
Era mi hija Marta.
La temía porque a esas horas solo podía indicar alguna urgencia. Sus urgencias acostumbraban a ceñirse a explicar la última incomprensión del novio o a las terribles injusticias en el trabajo. Hacía escasamente unos meses que había acabado en la facultad y  trabajaba por las mañanas en un despacho de un colega mío.  
Tanto ella como su hermana, “gracias” a una educación abierta y liberal estaban convencidas todavía que la cuestión era solo tener razón y la justicia haría florecer la verdad. Vanos habían sido mis esfuerzos para evidenciar la paradoja cotidiana: qué vivíamos en una sociedad de apariencias en la que no se pueden creer los discursos porque nunca se sabe dónde esta la realidad. Las apariencias son anuncios y  la vida es un producto que una vez pagado no admite reclamaciones. 
No era conformismo lo que yo deseaba imbuirles, era simplemente el que supiesen que nada en esta vida justifica el perder absurdamente un instante. Yo  había tenido bastante con una religión de la que conservaba cierto masoquismo y con la que me costó trabajo romper. Ellas se habían educado sin referencia religiosa y con unos valores que fueron los míos. ¿Qué otra cosa pude hacer? Preferí dárselos aunque solo fuese para ir en contra de ellos y me erigí en "poseedora de valores eternos" muy a mi pesar, para darles confianza y suplir la falta de un Dios omnipotente y omnipresente, intentado al menos ser omnicomprensiva. Quizás también por un sentimiento de culpabilidad que todavía arrastro de haberlas dejado sin padre.
Era difícil explicarles lo que a mi me estaba costando toda una vida entender. Me trasladaban con el máximo rigor cuantos agravios  recibían, esperando que yo como madre-Dios les diese la esperada solución. A mi me dejaban angustiada. Ellas, a pesar de la distancia se sentían respaldadas. Me sabían fuerte y que como el ave Fénix , una y otra vez  renacía de mis cenizas y en ello confiaban. 
Marta había heredado de su padre  sus ojos azules, su andar arrastrando los pies, el levantar sus cejas con el ceño algo fruncido, la boca carnosa y los blancos y alineados dientes, así como un carácter fuerte y dominante. 
Prescindía de todo protocolo, lo cual se traslucía en una indumentaria que uniformaba a su generación. Pantalones vaqueros, una camiseta y una botas. El pelo negro le caía en una larga melena sobre la espalda. Con un ademán automático una y otra vez retiraba con la mano el mechón que previamente, con un leve movimiento de cabeza había  deslizado por encima del hombro.        
- Si...
- Ana, soy Marta
- Si ya lo sé , sube.
Mis hijas me llamaban siempre por el nombre lo que me había quitado autoridad desde el principio. La progresía de aquellos tiempos así lo requería.
Solo entrar se dirigió automáticamente a la nevera. 
-¿Puedo coger...? 
-Sí,  ya sabes que sí. 
Cargada con un yoghurt y  un paquete de galletas se arrellanó en el sofá.
- Jorge es un jilipollas. Pretende que yo pagué el piso y él solo colabora con una pequeña cantidad, vive con sus "papas" y viene cuando le interesa estar conmigo. Llega se pone a ver el fútbol y yo a hacer la cena....
Mientras hablaba recordaba su nacimiento. Recordaba sus manos enjugando mis lágrimas recién separada de su padre. Recordaba su llanto cuando él decidió no verla más y ella deseaba verle. Durante algunos años la llamó en su cumpleaños y le prometió juguetes que nunca llegaron. Cuando cumplió los dieciocho años su padre le envió un telegrama. Fue tarde, ella ya no quería un padre. Buscó un amor adolescente y desde hacía ya un par de años vivían el uno para el otro. Pero en el fondo también buscaba en él aquella referencia familiar que nunca tuvo.     
 - Pero tiene esa inocencia y es tan cariñoso.......y además lo arregla todo, ha montado una mesa...
Yo la admiraba por su constancia. Había acabado a los veintidós años la carrera que le gustaba y seguía metida en cursillos y charlas. Era valiente y tenaz. 
Nuestra relación había sido difícil pero a pesar de ello y del mal trato muchas veces recibido, cuando se cruzaban nuestras miradas me reconocía en ella como en un eco de mi misma, de mi vitalidad, de mi inconformismo y me sentía por unos instantes orgullosa de mi "obra". 
Mi madre no hacía más que lamentarse de mi soledad; su soledad.
Mis compañeros no cesaban en el intento de encontrarme un novio. Me hacía gracia que creyesen en mi perentoria necesidad no se  bien si sexual o afectiva y que era en realidad  más  suya que mía. 
Por el momento tenía multitud de cosas por hacer y explorar como para sentirme agobiada.
Era difícil explicar a los hombres que la sexualidad femenina a diferencia de la masculina, que se satisfece sin motivo previo, necesita comunicar para satisfacer plenamente, siempre he considerado que es más "humana".
El sexo es un vehículo. Es un medio por el que te expresas y comunicas. Sin ese objeto de amor es difícil tener el deseo, y si lo tienes, desearías resolverlo entre unos brazos y unos besos. 
El no tener las mismas apetencias sexuales, o mejor dicho las mismas motivaciones, no significa estar reprimida. La represión afecta a los dos sexos por igual, pero en uno se reprime la capacidad para obtener satisfacción sexual y en otro, la capacidad de exteriorizar sentimientos.
En búsqueda de la igualdad se renuncia a algo que forma parte de nuestra esencia: el lenguaje amoroso. La mujer buscará cubrir en los hijos esa necesidad de cariño y de afecto. Ese objeto de amor a quien abrazar, acariciar y en quien volcar todo ese montón de ternuras que guarda dentro.
En esa lucha por la igualdad, la mujer por conseguir el orgasmo, ese finito instante, ese placer concreto dirigido sistemáticamente a unas partes tasadas de su cuerpo,... ¿no estará renunciando al intangible y por ello inmenso universo de los sentimientos?
¿Por qué se ha de escoger? ¿ Por qué no incorporar placer al sentimiento?
El hombre parece seguir ajeno. Se le ha obligado a depurar su técnica para conseguir su objetivo. Muchos ceden, muy a su pesar, a la ternura como una táctica y el conseguir el “placer” de la pareja se vuelve el único objetivo. ¿Qué tal el orgasmo? ¿Cómo te lo has pasado? etc. etc. Este es el colofón a una velada romántica de luces tenues y música de violines.
Sigue el hombre dejándose llevar por ese impulso rudimentario y primitivo, reminiscencia de aquel acto imperativo, duro y agresivo con el que antes de tener el gesto y la palabra se perpetuaba la especie.
Lo peor era que la hembra quedaba aprisionada, inmóvil entre mordiscos y garras cuando el macho la montaba. Después de todo, ganar placer ha sido un gran paso,  incluso tendríamos que estar agradecidas.

Había tenido una semana muy dura y me apetecía un ambiente relajado. Cerca del despacho tenía una librería que ocupaba la planta  y los sótanos de un típico edificio del Eixample. Además del buen precio de sus libros, estaba instalada en su interior una cafetería, con un estupendísimo té y una inmejorable repostería. En el patio interior y a la sombra de unas  magnolias se distribuían unas cuantas mesas y allí me dejaba caer yo de vez en cuando. El té era servido en una robusta tetera metálica de sobrio diseño, la leche en jarrita aparte siendo la carta de tés muy buena a pesar de no ser muy amplia. El único peligro era salir siempre cargada con uno de aquellos maravillosos libros en oferta, libros de arte, de viajes, de recetas..... Tan solo abrirlos me subyuga su cuidada estética y acababa siempre  carreteando algún inmenso volumen por miedo de perder las impresionantes ofertas.
Me relajaba mirar a mi alrededor, iba observando como la gente merodeaba por las estanterías en busca de algún libro sugerente y no entendía como aquella ciudad desposeía de identidad a sus ciudadanos no vislumbrando ninguna cara conocida y encontrándome sola entre tanta gente.