Me había
despertado sobresaltada. De pronto me encontré sentada en la cama y
el hecho lo recordé más tarde.
Era un
pensamiento que me producía una terrible sensación de desasosiego.
Era tener conciencia por breves instantes de la inmensa nada a que
estamos condenados, a la que irreversiblemente tendemos y que nada ni
nadie puede parar. Era como si de pronto mi cerebro fuese capaz de
escabullirse por unos instantes de ese conformismo atávico que nos
salva del pánico a lo desconocido. Una sensación de desamparo
infinito, de soledad inmensa, de terror, de sinrazón, de horror por
saber que no solo desconocería el devenir del mundo, no solo
perdería a mis seres queridos, sino que además se acabaría mi
pensamiento.
Era saber que la
pequeña ventana se cerraba y me condenaba a la oscuridad más
absoluta. Yo no podía hacer nada, tan solo esperar.
No creí que
nadie que hubiese sentido lo mismo estuviese al día siguiente tan
tranquilo; con toda seguridad se amotinarían, se rebelarían contra
ese espantoso tiempo que aboca a la nada, contra esa terrible rutina
que amortigua sentimientos. Pero ¿cómo rebelarse? He ahí el
dilema.
Esa nueva
sensación trastocó un poco mis planteamientos. Mis decisiones no
habían sido nunca demasiado acertadas (por aplicar un calificativo
un poco condescendiente)
Quizás por ello
mi vida había pasado tan rápido que todavía conservaba como un
recuerdo reciente mis pequeñas manos, las pecas que todavía
marcaban mi rostro, mi pelo negro...
Algunas veces,
cuando me miraba en el espejo, seguía viendo a aquella niña cargada
de ilusiones y de sueños a pesar de mi edad.
Me parecía
mentira haber recuperado la tranquilidad de mi adolescencia.
Recordaba con suave nostalgia cuando encerrada en mi habitación,
revisaba el mundo, a salvo entre aquellas paredes familiares. Ahora
la edad y las circunstancias habían endurecido mis planteamientos,
pero a solas conmigo seguía siendo la misma.
Por un momento
añoré a mi padre que me dejó a deber tantos “te quiero”.
Para no
deprimirme abrí el armario y escogí un vestido negro ceñido que
dejaba al descubierto mis piernas, cogí del cajón unas medias
negras que todavía no había estrenado y busqué un bodi de encaje
regalo de un antiguo novio.
Después me
preparé la bañera, la llené de espuma. Mientras me bañaba sonaba
la música de Puccini: Madam Butterfly. Con la Callas recuperaba por
unos momentos aquel dulce dolor de la melancolía de la adolescencia.
Me vestí y antes de salir revisé mi aspecto en aquel gran espejo
que había hecho instalar en mi habitación. Me vi todavía joven y
recordé un pasaje de las memorias de Simone de Beauvoir en el que un
día, también a través de un espejo, toma conciencia de que el
tiempo le ha pasado y seguramente ya no encontrará ningún amor que
la haga vibrar de nuevo. Es de una nostalgia desgarradora, me
impresionó muchísimo y por aquel entonces me sonaba lejano. Ahora
en cambio, temía que esa barrera que entreteje el sutil hilo del
tiempo, esa telaraña que se enreda y engancha pegajosa, de pronto,
me atrapase dejándome arrugada y seca como esas moscas que se
debaten sin suerte antes de ser devoradas. Lo que más me afectaba
era la idea de que llegado el momento, me diese cuenta de que no
había aprovechado mi vida, que había perdido el tiempo.
Mi abuelo había
muerto joven, mi padre también y me preocupaba que al haber heredado
el empuje y la fuerza paterna, podría también haber heredado el
hado fatídico de morir a temprana edad. Desde la muerte de mi padre,
cuando yo contaba quince años aprendí a saborear la vida, a ser
consciente de cada instante captando todos los detalles para poder
después recrearme con su recuerdo; esto hizo que no tuviese una
adolescencia atormentada.
Superé
situaciones siendo fuerte. Ser fuerte es una postura en la vida que
requiere mucho valor. Siempre me ha molestado el que la gente
atribuya a la inteligencia o a determinados dones lo que es obra del
esfuerzo y la constancia. Es muy fácil pensar que son diferentes de
nosotros aquellas personas que ante un contratiempo anteponen la
razón al sentimiento y el bien general al propio. Con estos
pensamientos cogí el bolso, comprobé que llevaba las llaves y llamé
al ascensor.
Era un día que
no acompañaba a mis propósitos de deambular en plan contemplativo
por la ciudad, estaba nublado y hacia un aire frío a pesar de estar
ya a finales del mes de Abril, pero me sentía segura de mí misma y
a pesar del tiempo decidí arriesgarme, no era el caso subir a buscar
el paraguas, era poco elegante ir carreteando arriba y abajo un
paraguas automático que no cabía en el bolso y que seguramente
acabaría olvidado como tantos otros en cualquier sitio. No tenía
una idea demasiado preconcebida de a dónde ir. Me apetecía andar
por la parte antigua, mezclarme con los turistas y redescubrir
aquella ciudad que tanto amaba .
Me dirigí
caminando hacia el paseo de Gracia. Me gustaba bajar lentamente por
la ancha acera, pararme en algún escaparate, sortear el tumulto de
japoneses que con sus cámaras fotográficas inmortalizaban la famosa
casa Batlló de sedante belleza. La conocida obra de Gaudí de
delicados tonos azulados se alineaba con otras magníficas casas
modernistas configurando lo que se conocía por la " manzana de
la discordia".
El paseo de
Gracia confluía en la Pza de Catalunya. Allí estaba el nuevo Café Zurich, que nada tenía que ver con el emblemático café de antaño, que como un baluarte y con su variopinta clientela daba la bienvenida al paseo de más
raigambre de la ciudad: la Rambla.
Caminé
despacio saboreando el paseo. Los primeros kioscos de periódicos y
revistas ofrecían la fácil lectura de todos sus titulares. Las más
terribles y sanguinolentas escenas se alternaban con las imágenes de estrellas de cine, futbolistas y una boda por todo lo alto de ni se sabe de quién. Después, los pequeños zoos
que hacinaban en sus estantes periquitos, canarios, tortugas, patos,
gallinas y un sinfín de animalillos, era el toque popular a una
ciudad cosmopolita e internacional. Unos metros mas abajo inusuales
estatuas humanas esperaban hieráticas alguna dádiva. Finalmente los
puestos modernizados de flores, con su espectacular colorido, daban
el toque de distinción al tramo que recibía su nombre. Nardos y
claveles entremezclaban su alcurnias; crisantemos, gladiolos y dalias
languidecían esperando dar el último adiós a algún ser querido
enredados en aquellos enmarañados redondeles de espinosa
esparraguerra.
Paré y compré
un ramillete de violetas. Me gustaban esas flores pequeñas, olorosas
y sobretodo manejables. Te las podías poner en cualquier ojal o
prender con un simple alfiler y te acompañaban agradecidas con su
aroma y su color.
Estaba a punto
de llover, no sabía si entrar en el Café de la Ópera o acercarme
al “Paraigües”, pero al final me decidí por en una de aquellas
anticuadas granjas de la calle Petritxol, en las que cuando todavía
no temía al colesterol entraba a comer chocolate con churros. De eso
hacía muchos años. El tiempo no había pasado por ellas: el mismo
flan cónico con nata, el mismo chocolate suizo, el mismo camarero
con chaqueta blanca y pajarita negra. Seguramente uno de los pocos
que todavía quedan con contratos indefinidos y que con el lote de
mesas de mármol, sillas de madera y luces mortecinas, desaparecen
con la remodelación del establecimiento.
Me pedí un café
y un croissant. Los croissant deben ser crujientes como su nombre
indica, no de pasta de briox sino quebrada
y con mantequilla que los hace más suaves, no con manteca de cerdo
que los engrasa y apelmaza.
Sentada en la
mesa de al lado observé a una chica joven con un niño de unos tres
años. Pensé en lo rápido que habían crecido mis hijas y en la
tranquilidad absoluta de no tener que controlar vasos, tazas, saltos
y gritos. Me había pasado años de vigía sin un instante de
sosiego. Me parecía mentira tener mi propio espacio largamente
perdido y recuperado de pronto. Sí, de pronto. Había pasado todo
tan deprisa que todavía no había tenido tiempo ni energía para
saborearlo: mis hijas se habían independizado según la tradición
familiar, pero no por seguirla, era más bien empujadas por un deseo
de vivir sus propias vidas. Se habían ido creando su propio
microcosmos. Habían socializado todo lo mío y en cambio lo suyo
era suyo y no se les veía ningún viso de solidaridad. Estaba harta
de hacer de criada, a pesar de ser una madre atípica y de limitar
mis tareas a medida que fueron creciendo. El haberlas educado en una
camaradería absoluta hizo que fuese más un piso de estudiantes que
otra cosa, con el agravante de que conservé mi estatus jerárquico
solamente para lo malo: es decir para llevar el peso de toda la casa
incluido la conservación y limpieza del habitáculo.
Su padre
hábilmente después de un acordado relevo cuando acabase su carrera
y antes de pasarme la vez, decidió dedicarse en alma, corazón y
vida a la facultad y a su progresía. Decidió cuando la más
pequeña tenía tres años y la mayor seis, en aras a una total
coherencia, no ser mal padre a medias, sino
mal padre del todo desapareciendo de nuestras vidas.
Quizás me casé
por huir de mi madre. Quizás tuve hijos no sabiendo todavía lo que
era el amor y necesitando perderme en sus ternuras, en sus caricias ,
en sus juegos, en sus sueños que eran los mismos que los míos de
niña-adulta y en ellos me refugiaba y me saciaba. A pesar del
cansancio, del agotamiento, disfruté con ellas. Tenía entonces
energía para trabajar por las mañanas de administrativa en un
Bufete y aprovechar las noches para la lectura y el estudio. Así fue
como acabé la carrera y finalmente ahora he podido dejarlo y montar
con tres compañeros más un pequeño despacho de abogados.
Estoy plenamente
convencida de que mis hijas me cambiarían tranquilamente por una
madre tradicional que hubiese dejado de ser joven por ellas y que
solo tuviera vida para cuidarlas. Tal vez algún día valoren como
acto de amor el esfuerzo por no perderme en sus vidas y no hacer de
ellas continuación de la mía. Durante mucho tiempo sentí nostalgia
de aquellas parejas con hijos . Muchas veces me saltaron las lágrimas
cuando vi a padres jugando. Muchas veces imaginé que estaba en un
combate, que me habían herido y que nadie se podía parar a
ayudarme.
A pesar de todo
tiré adelante y aprendí a sacar provecho de cualquier momento. Se
me agudizaron los mecanismos de aprendizaje por necesidad y, así
como leía con todo tipo de ruidos e incomodidades, aprendí a
ordenar mi interior como en un puzzle encajando todas las ideas y
dejando siempre suficiente espacio para inquietudes y sorpresas.
1 comentario:
Un relat preciós, íntim, sensible. Un oasi de bellesa en mig de tota aquesta tristor que ens envolta. Molt bonic, m'agrada molt.
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