domingo, 8 de julio de 2012

Deja tu mensaje al oír la señal. (del Cap.II)


No había puesto el despertador con la vana esperanza de dormir hasta que se terciase. Pero soy un animal de costumbres y veinte años levantándome a la misma hora había cambiado mi reloj biológico y no había manera de conciliar el sueño pasadas las ocho de la mañana.
El sol entraba por las rendijas de la persiana. La habitación estaba inusualmente desordenada.
A la gente se la invita a cenar y si hay mucha confianza a comer pero nunca a desayunar, seguramente por el polvo, ese  cómplice de las tinieblas que aparece con su máximo esplendor con la luz matutina.  Hice como si no lo hubiese visto y  fui a preparar un té. 
El té era un rito necesario. Primero calentar la tetera, después poner las hojas mezcla de te negro y alguno de frutas, en este caso la manzana verde. Tenía que verterse el agua hirviente y dejar reposar los reglamentarios tres minutos y después tomarlo en una taza de porcelana fina. Me encantaba acompañarlo con tostadas que untaba de mantequilla (que había sustituido por margarina) y mermelada amarga, aquella que hacen los ingleses con los naranjos bordes que nosotros tenemos en multitud de patios y avenidas y solo utilizamos para darles nombre.
El día era espléndido. Había bajado a comprar el periódico y sentada al sol de mi pequeña terraza me disponía a su lectura cuando sonó el interfono.
Era mi hija Marta.
La temía porque a esas horas solo podía indicar alguna urgencia. Sus urgencias acostumbraban a ceñirse a explicar la última incomprensión del novio o a las terribles injusticias en el trabajo. Hacía escasamente unos meses que había acabado en la facultad y  trabajaba por las mañanas en un despacho de un colega mío.  
Tanto ella como su hermana, “gracias” a una educación abierta y liberal estaban convencidas todavía que la cuestión era solo tener razón y la justicia haría florecer la verdad. Vanos habían sido mis esfuerzos para evidenciar la paradoja cotidiana: qué vivíamos en una sociedad de apariencias en la que no se pueden creer los discursos porque nunca se sabe dónde esta la realidad. Las apariencias son anuncios y  la vida es un producto que una vez pagado no admite reclamaciones. 
No era conformismo lo que yo deseaba imbuirles, era simplemente el que supiesen que nada en esta vida justifica el perder absurdamente un instante. Yo  había tenido bastante con una religión de la que conservaba cierto masoquismo y con la que me costó trabajo romper. Ellas se habían educado sin referencia religiosa y con unos valores que fueron los míos. ¿Qué otra cosa pude hacer? Preferí dárselos aunque solo fuese para ir en contra de ellos y me erigí en "poseedora de valores eternos" muy a mi pesar, para darles confianza y suplir la falta de un Dios omnipotente y omnipresente, intentado al menos ser omnicomprensiva. Quizás también por un sentimiento de culpabilidad que todavía arrastro de haberlas dejado sin padre.
Era difícil explicarles lo que a mi me estaba costando toda una vida entender. Me trasladaban con el máximo rigor cuantos agravios  recibían, esperando que yo como madre-Dios les diese la esperada solución. A mi me dejaban angustiada. Ellas, a pesar de la distancia se sentían respaldadas. Me sabían fuerte y que como el ave Fénix , una y otra vez  renacía de mis cenizas y en ello confiaban. 
Marta había heredado de su padre  sus ojos azules, su andar arrastrando los pies, el levantar sus cejas con el ceño algo fruncido, la boca carnosa y los blancos y alineados dientes, así como un carácter fuerte y dominante. 
Prescindía de todo protocolo, lo cual se traslucía en una indumentaria que uniformaba a su generación. Pantalones vaqueros, una camiseta y una botas. El pelo negro le caía en una larga melena sobre la espalda. Con un ademán automático una y otra vez retiraba con la mano el mechón que previamente, con un leve movimiento de cabeza había  deslizado por encima del hombro.        
- Si...
- Ana, soy Marta
- Si ya lo sé , sube.
Mis hijas me llamaban siempre por el nombre lo que me había quitado autoridad desde el principio. La progresía de aquellos tiempos así lo requería.
Solo entrar se dirigió automáticamente a la nevera. 
-¿Puedo coger...? 
-Sí,  ya sabes que sí. 
Cargada con un yoghurt y  un paquete de galletas se arrellanó en el sofá.
- Jorge es un jilipollas. Pretende que yo pagué el piso y él solo colabora con una pequeña cantidad, vive con sus "papas" y viene cuando le interesa estar conmigo. Llega se pone a ver el fútbol y yo a hacer la cena....
Mientras hablaba recordaba su nacimiento. Recordaba sus manos enjugando mis lágrimas recién separada de su padre. Recordaba su llanto cuando él decidió no verla más y ella deseaba verle. Durante algunos años la llamó en su cumpleaños y le prometió juguetes que nunca llegaron. Cuando cumplió los dieciocho años su padre le envió un telegrama. Fue tarde, ella ya no quería un padre. Buscó un amor adolescente y desde hacía ya un par de años vivían el uno para el otro. Pero en el fondo también buscaba en él aquella referencia familiar que nunca tuvo.     
 - Pero tiene esa inocencia y es tan cariñoso.......y además lo arregla todo, ha montado una mesa...
Yo la admiraba por su constancia. Había acabado a los veintidós años la carrera que le gustaba y seguía metida en cursillos y charlas. Era valiente y tenaz. 
Nuestra relación había sido difícil pero a pesar de ello y del mal trato muchas veces recibido, cuando se cruzaban nuestras miradas me reconocía en ella como en un eco de mi misma, de mi vitalidad, de mi inconformismo y me sentía por unos instantes orgullosa de mi "obra". 
Mi madre no hacía más que lamentarse de mi soledad; su soledad.
Mis compañeros no cesaban en el intento de encontrarme un novio. Me hacía gracia que creyesen en mi perentoria necesidad no se  bien si sexual o afectiva y que era en realidad  más  suya que mía. 
Por el momento tenía multitud de cosas por hacer y explorar como para sentirme agobiada.
Era difícil explicar a los hombres que la sexualidad femenina a diferencia de la masculina, que se satisfece sin motivo previo, necesita comunicar para satisfacer plenamente, siempre he considerado que es más "humana".
El sexo es un vehículo. Es un medio por el que te expresas y comunicas. Sin ese objeto de amor es difícil tener el deseo, y si lo tienes, desearías resolverlo entre unos brazos y unos besos. 
El no tener las mismas apetencias sexuales, o mejor dicho las mismas motivaciones, no significa estar reprimida. La represión afecta a los dos sexos por igual, pero en uno se reprime la capacidad para obtener satisfacción sexual y en otro, la capacidad de exteriorizar sentimientos.
En búsqueda de la igualdad se renuncia a algo que forma parte de nuestra esencia: el lenguaje amoroso. La mujer buscará cubrir en los hijos esa necesidad de cariño y de afecto. Ese objeto de amor a quien abrazar, acariciar y en quien volcar todo ese montón de ternuras que guarda dentro.
En esa lucha por la igualdad, la mujer por conseguir el orgasmo, ese finito instante, ese placer concreto dirigido sistemáticamente a unas partes tasadas de su cuerpo,... ¿no estará renunciando al intangible y por ello inmenso universo de los sentimientos?
¿Por qué se ha de escoger? ¿ Por qué no incorporar placer al sentimiento?
El hombre parece seguir ajeno. Se le ha obligado a depurar su técnica para conseguir su objetivo. Muchos ceden, muy a su pesar, a la ternura como una táctica y el conseguir el “placer” de la pareja se vuelve el único objetivo. ¿Qué tal el orgasmo? ¿Cómo te lo has pasado? etc. etc. Este es el colofón a una velada romántica de luces tenues y música de violines.
Sigue el hombre dejándose llevar por ese impulso rudimentario y primitivo, reminiscencia de aquel acto imperativo, duro y agresivo con el que antes de tener el gesto y la palabra se perpetuaba la especie.
Lo peor era que la hembra quedaba aprisionada, inmóvil entre mordiscos y garras cuando el macho la montaba. Después de todo, ganar placer ha sido un gran paso,  incluso tendríamos que estar agradecidas.

Había tenido una semana muy dura y me apetecía un ambiente relajado. Cerca del despacho tenía una librería que ocupaba la planta  y los sótanos de un típico edificio del Eixample. Además del buen precio de sus libros, estaba instalada en su interior una cafetería, con un estupendísimo té y una inmejorable repostería. En el patio interior y a la sombra de unas  magnolias se distribuían unas cuantas mesas y allí me dejaba caer yo de vez en cuando. El té era servido en una robusta tetera metálica de sobrio diseño, la leche en jarrita aparte siendo la carta de tés muy buena a pesar de no ser muy amplia. El único peligro era salir siempre cargada con uno de aquellos maravillosos libros en oferta, libros de arte, de viajes, de recetas..... Tan solo abrirlos me subyuga su cuidada estética y acababa siempre  carreteando algún inmenso volumen por miedo de perder las impresionantes ofertas.
Me relajaba mirar a mi alrededor, iba observando como la gente merodeaba por las estanterías en busca de algún libro sugerente y no entendía como aquella ciudad desposeía de identidad a sus ciudadanos no vislumbrando ninguna cara conocida y encontrándome sola entre tanta gente.      

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