martes, 4 de diciembre de 2018

El olor del ayer.







Cuando era pequeña, mi madre me enviaba a buscar los zapatos al zapatero que estaba cerca de mi casa. Estaba en lo que en su tiempo fue la garita de una portería y, aunque de pequeñas dimensiones, le permitía tener limadoras, cepillos, martillos, cajas de clavos…, y un montón de zapatos. Era bajito, con grandes entradas y siempre que iba tenía todavía que pulirlos o limpiarlos y me entretenía con su conversación. Se había casado por poderes y me explicaba que, tras su duro trabajo, deseaba para sus hijos un futuro mejor. A mí me fascinaba cómo recortaba la goma de las suelas o cómo clavaba los clavos en los tacones y cómo les pasaba el cepillo hasta dejarlos relucientes; el olor a betún que escondía cualquier mal olor y envolvía el ambiente, las manos tiznadas y la rapidez de unas cuentas hechas con tiza en la reluciente suela que no acostumbraban a subir más de una cifra; después las envolvía en una hoja de periódico y yo volvía a casa oliendo a zapatos y a betún, encantada

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