Nosotros vivíamos en una de las calles más amplias de la Izquierda del Ensanche, aquel barrio que había añadido dos o tres pisos más a los antiguos edificios gracias al inefable alcalde Porcioles, pisos que eran de construcción muchísimo más pobre, sin balcones, marcando una total división, no solo arquitectónica sino también generacional con el resto de inquilinos. Los pisos bajos eran ocupados por familias de toda la vida: catalanes de origen, familias nucleares que convivían puerta con puerta con hermanos y padres, cuando no en la misma vivienda.
Los nuevos vecinos o eran hijos que se habían casado y tenían a los padres unos pisos más abajo o funcionarios que habían obtenido plaza en Barcelona, unos cuantos jubilados, incluso unos actores que, viviendo en el ático y teniendo una habitación menos, convivían con los abuelos y cuatro hijos en un piso de unos cincuenta metros cuadrados.
Yo había dejado atrás árboles y libélulas, fuente, escaleras y aquellos gusanos de seda que unos vecinos cercanos cultivaban como negocio para paliar la falta de ingresos de un padre alcohólico y que, en alguna visita obligada, observaba que acababan envueltos en una espesa tela con capullos de seda de suaves colores y alguna que otra peluda mariposa que daban a la estancia una visión aterradora para mí, que solo pensaba en que me caerían sobre el pelo y me devorarían sin más.
También es cierto que la misma repulsión que me producían a mí se la producían a mi madre, que más que repulsión era terror, por lo que cualquier mariposa peluda y que encima revolotease provocaba que se escondiese, perdiendo totalmente la compostura. Así pues, mi llegada a ese pequeño pero luminoso piso, sin peligrosas escaleras y sin la histeria de mi madre (aunque, bueno, daría lugar a nuevas histerias), de momento me daba tranquilidad.
Nosotros vivíamos en el quinto piso, que era en realidad un séptimo ya que el edificio tenía entresuelo y principal, y para nuestra desgracia los niños no podíamos utilizar el ascensor; no solo por la prohibición, sino porque en mi caso y en el de mi hermano, no llegábamos al botón.
Mi hermano y yo estábamos acostumbrados a un jardín, a pelearnos por un triciclo y a jugar al aire libre y aquella nueva situación puso más en evidencia la preferencia materna, la misoginia de mi hermano potenciada o producto de la terrible desigualdad entre los sexos que se vivía en aquella época. Mi hermano tenía mi misma edad, era rubio y con cara angelical y había nacido varón; es decir, había nacido para ser continuador de la estirpe paterna y, lógicamente, mi destino era el de ser consorte.
Pasábamos el tiempo aburridos en casa (en mi caso, recibiendo las gracias de mi hermano que eran acabar haciéndome daño) o subiendo a la azotea que era el único aliciente en aquel tiempo. Mi hermano se dedicaba a hacer “Sputniks” con papel de plata y alguna mosca a la que, a pesar de mis intentos, acababa chamuscando. Solo había niños ya que las niñas eran o más pequeñas o mayores que vivían en los pisos inferiores y a las que no dejaban subir. Tuve que acostumbrarme a sus juegos, al “manos arriba” con unas pistolas de agua o hacer de caballito de mi hermano que, encima, se hacía el muerto. Lo que sí disfrutábamos juntos era haciendo una cometa de una escoba vieja, un periódico, engrudo (una mezcla de agua y harina), una cuerda y unos trapos viejos para la cola... ¡y volaba! Lógicamente, quien dirigía todas las operaciones era mi hermano y mi tarea consistía en sostenerla hasta que se elevaba. Mientras mi hermano jugaba con sus amigos y me dejaba de lado por ser “niña” (el máximo insulto era llamarle “nena”), yo tenía que conformarme con jugar con ellos o con mi gato y mis muñecas. Recuerdo que en esa azotea había una especie de habitáculo en el que estaba el motor del ascensor y que disponía de una escalera de barras de hierro pegada a la pared que llevaba a la puerta a la se accedía; ni que decir tiene que a los seis o siete años debía ser muy peligroso y creo que mi madre nunca supo que, mientras mi hermano y sus amigos se dedicaban a corretear, yo subía allí con mi muñeca y me quedaba viendo el atardecer contemplando la ciudad a mis pies. Todavía huelo aquel aire fresco y veo el Tibidabo recortado a lo lejos y la montaña de Montjuic mientras paladeaba aquellos instantes de libertad y soledad que siempre me han acompañado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario