domingo, 8 de julio de 2012

De "Deja tu mensaje al oir la señal" -1-





Me había despertado sobresaltada. De pronto me encontré sentada en la cama y el hecho lo recordé más tarde.
Era un pensamiento que me producía una terrible sensación de desasosiego. Era tener conciencia por breves instantes de la inmensa nada a que estamos condenados, a la que irreversiblemente tendemos y que nada ni nadie puede parar. Era como si de pronto mi cerebro fuese capaz de escabullirse por unos instantes de ese conformismo atávico que nos salva del pánico a lo desconocido. Una sensación de desamparo infinito, de soledad inmensa, de terror, de sinrazón, de horror por saber que no solo desconocería el devenir del mundo, no solo perdería a mis seres queridos, sino que además se acabaría mi pensamiento.
Era saber que la pequeña ventana se cerraba y me condenaba a la oscuridad más absoluta. Yo no podía hacer nada, tan solo esperar.
No creí que nadie que hubiese sentido lo mismo estuviese al día siguiente tan tranquilo; con toda seguridad se amotinarían, se rebelarían contra ese espantoso tiempo que aboca a la nada, contra esa terrible rutina que amortigua sentimientos. Pero ¿cómo rebelarse? He ahí el dilema.
Esa nueva sensación trastocó un poco mis planteamientos. Mis decisiones no habían sido nunca demasiado acertadas (por aplicar un calificativo un poco condescendiente)
Quizás por ello mi vida había pasado tan rápido que todavía conservaba como un recuerdo reciente mis pequeñas manos, las pecas que todavía marcaban mi rostro, mi pelo negro...
Algunas veces, cuando me miraba en el espejo, seguía viendo a aquella niña cargada de ilusiones y de sueños a pesar de mi edad.
Me parecía mentira haber recuperado la tranquilidad de mi adolescencia. Recordaba con suave nostalgia cuando encerrada en mi habitación, revisaba el mundo, a salvo entre aquellas paredes familiares. Ahora la edad y las circunstancias habían endurecido mis planteamientos, pero a solas conmigo seguía siendo la misma.
Por un momento añoré a mi padre que me dejó a deber tantos “te quiero”.
Para no deprimirme abrí el armario y escogí un vestido negro ceñido que dejaba al descubierto mis piernas, cogí del cajón unas medias negras que todavía no había estrenado y busqué un bodi de encaje regalo de un antiguo novio.
Después me preparé la bañera, la llené de espuma. Mientras me bañaba sonaba la música de Puccini: Madam Butterfly. Con la Callas recuperaba por unos momentos aquel dulce dolor de la melancolía de la adolescencia. Me vestí y antes de salir revisé mi aspecto en aquel gran espejo que había hecho instalar en mi habitación. Me vi todavía joven y recordé un pasaje de las memorias de Simone de Beauvoir en el que un día, también a través de un espejo, toma conciencia de que el tiempo le ha pasado y seguramente ya no encontrará ningún amor que la haga vibrar de nuevo. Es de una nostalgia desgarradora, me impresionó muchísimo y por aquel entonces me sonaba lejano. Ahora en cambio, temía que esa barrera que entreteje el sutil hilo del tiempo, esa telaraña que se enreda y engancha pegajosa, de pronto, me atrapase dejándome arrugada y seca como esas moscas que se debaten sin suerte antes de ser devoradas. Lo que más me afectaba era la idea de que llegado el momento, me diese cuenta de que no había aprovechado mi vida, que había perdido el tiempo.
Mi abuelo había muerto joven, mi padre también y me preocupaba que al haber heredado el empuje y la fuerza paterna, podría también haber heredado el hado fatídico de morir a temprana edad. Desde la muerte de mi padre, cuando yo contaba quince años aprendí a saborear la vida, a ser consciente de cada instante captando todos los detalles para poder después recrearme con su recuerdo; esto hizo que no tuviese una adolescencia atormentada.
Superé situaciones siendo fuerte. Ser fuerte es una postura en la vida que requiere mucho valor. Siempre me ha molestado el que la gente atribuya a la inteligencia o a determinados dones lo que es obra del esfuerzo y la constancia. Es muy fácil pensar que son diferentes de nosotros aquellas personas que ante un contratiempo anteponen la razón al sentimiento y el bien general al propio. Con estos pensamientos cogí el bolso, comprobé que llevaba las llaves y llamé al ascensor.
Era un día que no acompañaba a mis propósitos de deambular en plan contemplativo por la ciudad, estaba nublado y hacia un aire frío a pesar de estar ya a finales del mes de Abril, pero me sentía segura de mí misma y a pesar del tiempo decidí arriesgarme, no era el caso subir a buscar el paraguas, era poco elegante ir carreteando arriba y abajo un paraguas automático que no cabía en el bolso y que seguramente acabaría olvidado como tantos otros en cualquier sitio. No tenía una idea demasiado preconcebida de a dónde ir. Me apetecía andar por la parte antigua, mezclarme con los turistas y redescubrir aquella ciudad que tanto amaba .
Me dirigí caminando hacia el paseo de Gracia. Me gustaba bajar lentamente por la ancha acera, pararme en algún escaparate, sortear el tumulto de japoneses que con sus cámaras fotográficas inmortalizaban la famosa casa Batlló de sedante belleza. La conocida obra de Gaudí de delicados tonos azulados se alineaba con otras magníficas casas modernistas configurando lo que se conocía por la " manzana de la discordia".
El paseo de Gracia confluía en la Pza de Catalunya. Allí estaba el nuevo Café Zurich, que nada tenía que ver con el emblemático café de antaño, que como un baluarte y con su variopinta clientela daba la bienvenida al paseo de más raigambre de la ciudad: la Rambla.
Caminé despacio saboreando el paseo. Los primeros kioscos de periódicos y revistas ofrecían la fácil lectura de todos sus titulares. Las más terribles y sanguinolentas escenas se alternaban con las imágenes de estrellas de cine, futbolistas y una boda por todo lo alto de ni se sabe de quién. Después, los pequeños zoos que hacinaban en sus estantes periquitos, canarios, tortugas, patos, gallinas y un sinfín de animalillos, era el toque popular a una ciudad cosmopolita e internacional. Unos metros mas abajo inusuales estatuas humanas esperaban hieráticas alguna dádiva. Finalmente los puestos modernizados de flores, con su espectacular colorido, daban el toque de distinción al tramo que recibía su nombre. Nardos y claveles entremezclaban su alcurnias; crisantemos, gladiolos y dalias languidecían esperando dar el último adiós a algún ser querido enredados en aquellos enmarañados redondeles de espinosa esparraguerra.
Paré y compré un ramillete de violetas. Me gustaban esas flores pequeñas, olorosas y sobretodo manejables. Te las podías poner en cualquier ojal o prender con un simple alfiler y te acompañaban agradecidas con su aroma y su color.
Estaba a punto de llover, no sabía si entrar en el Café de la Ópera o acercarme al “Paraigües”, pero al final me decidí por en una de aquellas anticuadas granjas de la calle Petritxol, en las que cuando todavía no temía al colesterol entraba a comer chocolate con churros. De eso hacía muchos años. El tiempo no había pasado por ellas: el mismo flan cónico con nata, el mismo chocolate suizo, el mismo camarero con chaqueta blanca y pajarita negra. Seguramente uno de los pocos que todavía quedan con contratos indefinidos y que con el lote de mesas de mármol, sillas de madera y luces mortecinas, desaparecen con la remodelación del establecimiento.
Me pedí un café y un croissant. Los croissant deben ser crujientes como su nombre indica, no de pasta de briox sino quebrada y con mantequilla que los hace más suaves, no con manteca de cerdo que los engrasa y apelmaza.
Sentada en la mesa de al lado observé a una chica joven con un niño de unos tres años. Pensé en lo rápido que habían crecido mis hijas y en la tranquilidad absoluta de no tener que controlar vasos, tazas, saltos y gritos. Me había pasado años de vigía sin un instante de sosiego. Me parecía mentira tener mi propio espacio largamente perdido y recuperado de pronto. Sí, de pronto. Había pasado todo tan deprisa que todavía no había tenido tiempo ni energía para saborearlo: mis hijas se habían independizado según la tradición familiar, pero no por seguirla, era más bien empujadas por un deseo de vivir sus propias vidas. Se habían ido creando su propio microcosmos. Habían socializado todo lo mío y en cambio lo suyo era suyo y no se les veía ningún viso de solidaridad. Estaba harta de hacer de criada, a pesar de ser una madre atípica y de limitar mis tareas a medida que fueron creciendo. El haberlas educado en una camaradería absoluta hizo que fuese más un piso de estudiantes que otra cosa, con el agravante de que conservé mi estatus jerárquico solamente para lo malo: es decir para llevar el peso de toda la casa incluido la conservación y limpieza del habitáculo.
Su padre hábilmente después de un acordado relevo cuando acabase su carrera y antes de pasarme la vez, decidió dedicarse en alma, corazón y vida a la facultad y a su progresía. Decidió cuando la más pequeña tenía tres años y la mayor seis, en aras a una total coherencia, no ser mal padre a medias, sino mal padre del todo desapareciendo de nuestras vidas.
Quizás me casé por huir de mi madre. Quizás tuve hijos no sabiendo todavía lo que era el amor y necesitando perderme en sus ternuras, en sus caricias , en sus juegos, en sus sueños que eran los mismos que los míos de niña-adulta y en ellos me refugiaba y me saciaba. A pesar del cansancio, del agotamiento, disfruté con ellas. Tenía entonces energía para trabajar por las mañanas de administrativa en un Bufete y aprovechar las noches para la lectura y el estudio. Así fue como acabé la carrera y finalmente ahora he podido dejarlo y montar con tres compañeros más un pequeño despacho de abogados.
Estoy plenamente convencida de que mis hijas me cambiarían tranquilamente por una madre tradicional que hubiese dejado de ser joven por ellas y que solo tuviera vida para cuidarlas. Tal vez algún día valoren como acto de amor el esfuerzo por no perderme en sus vidas y no hacer de ellas continuación de la mía. Durante mucho tiempo sentí nostalgia de aquellas parejas con hijos . Muchas veces me saltaron las lágrimas cuando vi a padres jugando. Muchas veces imaginé que estaba en un combate, que me habían herido y que nadie se podía parar a ayudarme.
A pesar de todo tiré adelante y aprendí a sacar provecho de cualquier momento. Se me agudizaron los mecanismos de aprendizaje por necesidad y, así como leía con todo tipo de ruidos e incomodidades, aprendí a ordenar mi interior como en un puzzle encajando todas las ideas y dejando siempre suficiente espacio para inquietudes y sorpresas.

1 comentario:

josep-maria badia dijo...

Un relat preciós, íntim, sensible. Un oasi de bellesa en mig de tota aquesta tristor que ens envolta. Molt bonic, m'agrada molt.