El despacho
estaba en el Ensanche. Llevábamos temas matrimoniales, poco fiscal
y sobretodo laboral y seguridad social.
Todavía no
habían regresado del almuerzo. Faltaba un cuarto de hora para las
cuatro y cogí el periódico que todavía no había leído. Me
acomodé en mi sillón. De momento no llevaba ningún caso realmente
importante. Hacía poco que lo había montado. Ya independizadas mis
hijas y sin necesidad de un salario fijo me había arriesgado. Mi
anterior trabajo me había dado tablas suficiente, estaba cansada de
hacer de segundona y me creía con capacidad suficiente para independizarme. Yo llevaba fiscal y seguridad social. He de reconocer
que la experiencia del resto de compañeros hizo mucho. Cristina
llevaba matrimonial y Jordi y Xavier se repartían el resto de los casos. Los
conocí en un master que sobre "Administración Pública y Urbanismo" se impartía en la Autónoma. Nos hicimos amigos, nos contábamos casos y al final
decidimos por las mismas razones dejar nuestra seguridad en la Administración y campar por nuestros propios medios.
Cristina
apareció a las cinco, explicando que me había llamado al poco rato de
llamar yo y que habían anulado la cita, que tenía el teléfono desconectado. Seguramente lo había hecho cuando estaba en casa de mi
madre y ni lo oí. !Era lo que me faltaba para rematar el día! Tenía muchas cosas que hacer y había perdido media tarde. Quería llegar a casa
para leer y descansar un rato antes de preperarme la cena.
Solo llegar busqué el disco compacto de "Il trovatore", escogí
la escena segunda del acto primero y oí la voz de Leonora. La voz
cristalina de la Callas llegaba a través de mi lectura. Seguí con
mi cabeza y mi cuerpo la melodía, culminando con el coro de la
escena primera del acto segundo. Sonó el teléfono, era mi madre y
entonces me di cuenta de que había una llamada en el contestador.
Como no había borrado lo grabado tuve que escuchar de nuevo todas
las llamadas incluida una de Cristina y finalmente una voz masculina
que no podía identificar y que había dejado un mensaje un tanto
sorprendente.
- "Tus
cartas son un vino que me trastorna y son el único alimento para mi
corazón".
El mensaje con
toda seguridad no iba dirigido a mi y me extrañó porque en mi
contestador estaba indicado el número y era mi voz quién daba la bienvenida.
La verdad es que
era una voz suave y tranquila y por unos momentos lamenté no ser yo
la afortunada. Pero entre otras cosas no había escrito carta alguna
últimamente.
Me había
preparado unos puerros con una salsa "a la moutarde" que me
había enseñado a preparar Gerard.
Gerard me
llevaba dieciséis años, era francés y lo conocí en un curso de
verano. Era profesor de la Sorbona. De eso hace ahora casi
diecisiete años. Mis hijas por entonces pasaban parte del verano con
mi madre en una casa que tenía en un pueblo de los Pirineos. Yo
aprovechaba para salirme del obligado enclaustramiento.
Era un curso
sobre derecho internacional que se organizaba en Estrasburgo y
decidimos ir unos cuantos compañeros. Allí encontré a Gerard con
un grupo de estudiantes parisinos. Era hijo de catalanes exiliados de la guerra civil. El típico francés delicado y detallista, había
pertenecido al Partido Comunista y expulsado por simpatizar con
la línea italiana. Participó en el Mayo francés.
Nos escribimos
y al año siguiente me invitó a ir a París en Semana Santa.
Gracias a él entré en la ciudad por la puerta de la cotidianidad.
Me filtré por sus encantadores recovecos. Su mano me trasladó a una
vida que yo me había perdido y durante un par de semanas me olvidé
de todo y solo tuve piel para sus caricias.
Conocí aquel
París de trastienda y contubernio. Aquel París de exultante
sensibilidad, de flores naturales en pequeños jarrones de porcelana
sobre la mesa de cualquier bar, de parques cuidados como el de
Luxembourgo con sus parterres en geométrica armonía, con aquellos
castaños llenos de flores de color rosa. Los lánguidos sauces
llorones de la "Ille de la Cité", o del "Bois de Boulogne". Aquellas
avenidas anchas. Aquel impresionante París imperial. Me perdí en
los "Nenúfares" de Monet, allí sentada ante el inmenso mural que me inundaba de azules y verdes. En el "Petit Palais" pude ver una exposición
de Juan Gris de la que todavía guardo el póster de una ventana
abierta en algún rincón de casa.
El propietario
de la librería Shakespeare, un hombre afable, canoso y pintoresco,
dejaba dormir a los españoles a cambio de algún servicio de
limpieza. A mi me sirvió con todo ceremonial un té, era de jazmín.
Sus pequeñas flores blancas llegaron a mi paladar y dejaron
impregnado para siempre con su aroma mi recuerdo de París.
Tenía un
pequeño apartamento en el Quartier Latín. "La Coupole" estaba cerca, aquel café que tiempo más tarde identificaría con Sartre y Simone de Beauvoir. Fueron
tan solo un par de semanas pero conocí a Marcuse y a un sinfín de
intelectuales exiliados: Ballesteros, Cruspinera... Y por primera
vez oí cantar la Internacional puño en alto en la Humanité.
Después, Gerard vino como profesor de la Autónoma. Recordé su
integración en el partido socialista y su fulminante desaparición.
Solo duró un año, pero fue un rito de iniciación tardío que
nunca olvidaré.
Estaba cansada y me fui a dormir. Encendí el televisor y el efecto fue inmediato. Al
cabo de poco rato me despertó el sonido ya sin voz de la tele que
había acabado su programación.
No había puesto
el despertador con la vana esperanza de dormir hasta que se terciase.
Pero soy un animal de costumbres y veinte años levantándome a la
misma hora había cambiado mi reloj biológico y no había manera de
conciliar el sueño pasadas las ocho de la mañana.
El sol entraba
por las rendijas de la persiana. La habitación estaba inusualmente
desordenada.
A la gente se
la invita a cenar y si hay mucha confianza a comer pero nunca a
desayunar, seguramente por el polvo, ese cómplice de las tinieblas
que aparece con su máximo esplendor con la luz matutina. Hice como
si no lo hubiese visto y fui a preparar un té.
El té era para mí, un
rito necesario. Primero calentar la tetera, después poner las hojas
mezcla de té negro impregnadas con aceite de bergamota (especie de naranja muy aromática). Tenía que verterse el agua hirviente y calentar unos minutos la tetera y después poner el té y verter el agua caliente y dejarlo reposar los
reglamentarios tres minutos. Me gustaba tomarlo en taza de porcelana, que son de borde más fino y puede paladearse mejor. Lo acompañaba con tostadas que untaba de
mantequilla (que había sustituido por margarina) y mermelada de naranja amarga,
aquella que hacen los ingleses con los naranjos bordes que nosotros
tenemos en multitud de patios y avenidas y solo utilizamos para
darles nombre.
El día era
espléndido. Había bajado a comprar el periódico y sentada al sol
de mi pequeña terraza me disponía a su lectura cuando sonó el
interfono.
Era mi hija
Marta.
La temía porque
a esas horas solo podía indicar alguna urgencia. Sus urgencias
acostumbraban a ceñirse a explicar la última incomprensión del
novio o a las terribles injusticias en el trabajo. Hacía escasamente
unos meses que había acabado en la facultad y trabajaba por las
mañanas en un despacho de un colega mío, de pasante. El sueldo era escaso, pero había sido decisión suya irse a vivir con el novio.
Tanto ella como
su hermana, “gracias” a una educación abierta y liberal, estaban
convencidas todavía que la cuestión estribaba en tener razón y la
justicia haría aflorar la verdad. Vanos habían sido mis esfuerzos
para evidenciar la paradoja cotidiana: qué vivíamos en una sociedad
de apariencias en la que no se pueden creer los discursos porque
nunca se sabe dónde se esconde la verdad. Las apariencias son anuncios y
la vida es un producto que una vez pagado no admite reclamaciones.
No era
conformismo lo que yo deseaba imbuirles, simplemente que nada en esta
vida justifica el perder absurdamente un instante. Yo había tenido
bastante con una religión de la que conservaba cierto masoquismo y
con la que me costó trabajo romper. Ellas se habían educado sin
referencia religiosa y con unos valores que fueron los míos. ¿Qué
otra cosa pude hacer? Preferí dárselos aunque sólo fuese para ir
en contra de ellos y me erigí en "poseedora de valores eternos"
muy a mi pesar, para darles confianza y suplir la falta de un dios
omnipotente y omnipresente, intentado al menos ser omnicomprensiva.
Quizás también por un sentimiento de culpabilidad que todavía
arrastro de haberlas dejado sin padre.
Era difícil
explicarles lo que a mi me estaba costando toda una vida entender. Me
trasladaban con el máximo rigor cuantos agravios recibían,
esperando que yo como madre-dios les diese la esperada solución. A
mi me dejaban angustiada. Ellas, a pesar de la distancia se sentían
respaldadas. Me sabían fuerte y que como el ave Fénix , una y otra
vez renacía de mis cenizas y en ello confiaban.
Marta había
heredado de su padre sus ojos azules, su andar arrastrando los pies,
el levantar sus cejas con el ceño algo fruncido, la boca carnosa y
los blancos y alineados dientes, así como un carácter fuerte y
dominante.
Prescindía de
todo protocolo, lo cual se traslucía en una indumentaria que
uniformaba a su generación. Pantalones vaqueros, una camiseta amplia
y una botas que parecían ser como mínimo tres números mayor que
sus pies. El pelo negro le caía en una larga melena sobre la
espalda. Con un ademán automático una y otra vez retiraba con la
mano el mechón que previamente, con un leve movimiento de cabeza, había deslizado por encima del hombro.
- Si...
- Ana, soy Marta
- Si ya lo sé,
sube.
Mis hijas me
llamaban siempre por el nombre lo que me había quitado autoridad
desde el principio. La progresía de aquellos tiempos así lo
requería.
Solo entrar se
dirigió automáticamente a la nevera.
-¿Puedo coger...? Sí, ya
sabes que sí.
Cargada con un
yogur y un paquete de galletas se arrellanó en el sofá.
- Jorge es un gilipollas, pretende que yo pagué el piso y él solo colabora con
una pequeña cantidad, vive con sus "papas" y viene cuando
le interesa estar conmigo. Llega, se pone a ver el fútbol y yo a
hacer la cena...
Mientras hablaba
recordaba su nacimiento. Recordaba sus manos enjugando mis lágrimas
recién separada de su padre. Recordaba su llanto cuando él decidió
no verla más. Durante algunos años la llamó en
su cumpleaños y le prometió juguetes que nunca llegaron. Cuando
cumplió los dieciocho años su padre le envió un telegrama. Fue
tarde, ella ya no quería un padre, buscó un amor adolescente y desde
hacía ya un par de años vivían el uno para el otro. Pero en el
fondo también buscaba en él aquella referencia familiar que nunca
tuvo.
- Pero tiene
esa inocencia y es tan cariñoso... y además lo arregla todo, ha
montado una mesa...
Yo la admiraba
por su constancia. Había acabado a los veintidós años la carrera
que le gustaba y seguía metida en cursillos y charlas. Era valiente
y tenaz.
Nuestra relación
había sido difícil pero a pesar de ello y del mal trato muchas
veces recibido, cuando se cruzaban nuestras miradas, me reconocía en
ella como en un eco de mi misma, de mi vitalidad, de mi inconformismo
y me sentía por unos instantes orgullosa de mi "obra".
Mi madre no
hacía más que lamentarse de mi soledad, su soledad.
Mis compañeros
no cesaban en el intento de encontrarme un novio. Me hacía gracia
que creyesen en mi perentoria necesidad no sé bien si sexual o
afectiva y que era en realidad más suya que mía.
Por el momento
tenía multitud de cosas por hacer y explorar como para sentirme
agobiada.
Era difícil
explicar a los hombres que la sexualidad femenina, a diferencia de la
masculina, no necesita ser satisfecha sin previo motivo. Se crea la
necesidad cuando amas, cuando deseas comunicar afecto y ternura.
El sexo es un
vehículo, es un medio por el que te expresas y comunicas. Sin objeto de amor, es difícil tener el deseo. Conseguir la satisfacción física es una técnica que se aprende, pero la comunicación amorosa es una emoción profunda que trasciende. Habilmente la sexualidad masculina se difunde a los cuatro vientos; en películas, revistas, anuncios, etc. La nuestra es una sociedad fálica, de machos alfa marcando su territorio, sus normas de dominación y vasallaje. Las mujeres deslumbradas por el discurso, renuncian al inmenso placer de los ritos y se conforman con unos efímeros instantes de placer.
El no tener las
mismas apetencias sexuales, o mejor dicho las mismas motivaciones, no
significa estar más reprimido. La represión afecta a los dos sexos por
igual, pero en uno reprima la capacidad para obtener satisfacción
sexual y en otro la capacidad de exteriorizar sentimientos.
En búsqueda de
la igualdad se renuncia a algo que forma parte de nuestra esencia: el
lenguaje amoroso. La mujer buscará cubrir en los hijos esa necesidad
de cariño y de afecto. Ese objeto de amor a quien abrazar, acariciar y
en quien volcar todo ese montón de ternura que guarda dentro.
¿Por qué se ha
de escoger? ¿ Por qué no incorporar placer al sentimiento?
El hombre parece
seguir ajeno. Se le ha obligado tan solo a depurar su técnica para
conseguir su objetivo. Ceden muy a su pesar a la ternura, como una
táctica y el conseguir el “placer” de la pareja se vuelve el
único objetivo. ¿Qué tal el orgasmo? ¿Cómo te lo has pasado? etc. etc. Este es el colofón a una velada romántica de luces tenues
y música de violines.
Sigue el hombre
dejándose llevar por ese impulso rudimentario y primitivo,
reminiscencia de aquel acto imperativo, duro y agresivo con el que
antes de tener el gesto y la palabra se perpetuaba la especie.
Lo peor es que
era la hembra la que quedaba aprisionada, inmóvil entre mordiscos y
garras cuando el macho la montaba. Después de todo, ganar placer ha
sido un gran paso, incluso tendríamos que estar agradecidas.
Había tenido
una semana muy dura y me apetecía un ambiente relajado. Cerca del
despacho tenía una librería que ocupaba la planta y los sótanos
de un típico edificio del Eixample. Además del buen precio de sus
libros, estaba instalada en su interior una cafetería, con un
estupendísimo té y una inmejorable repostería. En el patio
interior y a la sombra de unas magnolias se distribuían unas
cuantas mesas y allí me dejaba caer yo de vez en cuando. El té era
servido en una robusta tetera metálica, de sobrio diseño. La leche
en jarrita aparte, siendo la carta de tés muy buena a pesar de no ser
muy amplia. El único peligro era salir siempre cargada con uno de
aquellos maravillosos libros en oferta, libros de arte, de viajes, de
recetas... Tan solo abrirlos me subyuga su cuidada estética y
acababa siempre carreteando algún inmenso volumen por miedo de
perder la impresionante oferta.
Me relajaba
mirar a mi alrededor, iba observando como la gente merodeaba por las
estanterías en busca de algún libro sugerente y no entendía como aquella ciudad desposeía de identidad a sus ciudadanos. Todos parecían parapetarse tras las librerías, ensimismados en su mundo, ajenos a todo, yo no podía reconocer a nadie.
Un mediodía, a
mi llegada a casa, había un nuevo y misterioso mensaje.
- "Tus
cartas apaciento metido en un rincón y por redil y hierba les doy mi
corazón".
Ahora ya lo
sabía. Busqué en la librería y al final allí estaba, ¡en el
libro de Miguel Hernández "Poemas de Amor"!
Era un monólogo
poco habitual. Los monólogos son en principio creídos parte de un
diálogo donde se espera una respuesta inmediata. Es la vida quien
nos va descubriendo la realidad de los diálogos, inequívocos
soliloquios que la mayor parte de las veces no han sido oídos y
menos escuchados. Los auténticos, son monólogos interiores que no
pasan de ser mera estructura lingüística rara vez verbalizada. El
pensamiento no necesita voz para entenderse. ¿No es prueba de falta
de cordura el verbo a solas con uno mismo? ¿Pero se diría alguien
algo en verso a si mismo? ¿No son los poemas los únicos monólogos
a alguien dirigidos? ¿No son los poemas monólogos audaces y
atrevidos que despiertan sentimientos que no expresan las palabras?.
Nunca me habían
recitado un poema. Ahora, aunque no fuese para mi, era mío. Podía
oírlo cuantas veces deseara. Me quedaba para siempre inmortalizado
lo dicho.
1 comentario:
Com sempre, preciós. M'encanta l'estil de la teva narració. M'agrada la barreja de reflexions, sentiments i temes. És com si parlessis a l'orella del lector. Una història que enganxa.
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