domingo, 22 de julio de 2012

Deja tu mensaje al dejar la señal. -3-


El despacho estaba en el Ensanche. Llevábamos temas matrimoniales, poco fiscal y sobretodo laboral y seguridad social.
Todavía no habían regresado del almuerzo. Faltaba un cuarto de hora para las cuatro y cogí el periódico que todavía no había leído. Me acomodé en mi sillón. De momento no llevaba ningún caso realmente importante. Hacía poco que lo había montado. Ya independizadas mis hijas y sin necesidad de un salario fijo me había arriesgado. Mi anterior trabajo me había dado tablas suficiente, estaba cansada de hacer de segundona y me creía con capacidad suficiente para independizarme. Yo llevaba fiscal y seguridad social. He de reconocer que la experiencia del resto de compañeros hizo mucho. Cristina llevaba matrimonial y Jordi y Xavier se repartían el resto de los casos. Los conocí en un master que sobre "Administración Pública y Urbanismo" se impartía en la Autónoma. Nos hicimos amigos, nos contábamos casos y al final decidimos por las mismas razones dejar nuestra seguridad en la Administración y campar por nuestros propios medios.

Cristina apareció a las cinco, explicando que me había llamado al poco rato de llamar yo y que habían anulado la cita, que tenía el teléfono desconectado. Seguramente lo había hecho cuando estaba en casa de mi madre y ni lo oí. !Era lo que me faltaba para rematar el día! Tenía muchas cosas que hacer y había perdido media tarde. Quería llegar a casa para leer y descansar un rato antes de preperarme la cena.
Solo llegar busqué el disco compacto de "Il trovatore", escogí la escena segunda del acto primero y oí la voz de Leonora. La voz cristalina de la Callas llegaba a través de mi lectura. Seguí con mi cabeza y mi cuerpo la melodía,  culminando con el coro de la escena primera del acto segundo. Sonó el teléfono, era mi madre y entonces me di cuenta de que había una llamada en el contestador. Como no había borrado lo grabado tuve que escuchar de nuevo todas las llamadas incluida una de Cristina y finalmente una voz masculina que no podía identificar y que había dejado un mensaje un tanto sorprendente.
- "Tus cartas son un vino que me trastorna y son el único alimento para mi corazón".
El mensaje con toda seguridad no iba dirigido a mi y me extrañó porque en mi contestador estaba indicado el número y era mi voz quién daba la bienvenida.
La verdad es que era una voz suave y tranquila y por unos momentos lamenté no ser yo la afortunada. Pero entre otras cosas no había escrito carta alguna últimamente.
Me había preparado unos puerros con una salsa "a la moutarde" que me había enseñado a preparar Gerard.
Gerard me llevaba dieciséis años, era francés y lo conocí en un curso de verano. Era profesor de la Sorbona. De eso hace ahora casi diecisiete años. Mis hijas por entonces pasaban parte del verano con mi madre en una casa que tenía en un pueblo de los Pirineos. Yo aprovechaba para salirme del obligado enclaustramiento.
Era un curso sobre derecho internacional que se organizaba en Estrasburgo y decidimos ir unos cuantos compañeros. Allí encontré a Gerard con un grupo de estudiantes parisinos. Era hijo de catalanes exiliados de la guerra civil. El típico francés delicado y detallista, había pertenecido al Partido Comunista y  expulsado por simpatizar con la línea italiana. Participó en el Mayo francés.
Nos escribimos y al año siguiente me invitó a ir a París en Semana Santa. Gracias a él entré en la ciudad por la puerta de la cotidianidad. Me filtré por sus encantadores recovecos. Su mano me trasladó a una vida que yo me había perdido y durante un par de semanas me olvidé de todo y solo tuve piel para sus caricias.
Conocí aquel París de trastienda y contubernio. Aquel París de exultante sensibilidad, de flores naturales en pequeños jarrones de porcelana sobre la mesa de cualquier bar, de parques cuidados como el de Luxembourgo con sus parterres en geométrica armonía, con aquellos castaños llenos de flores de color rosa. Los lánguidos sauces llorones de la "Ille de la Cité", o del "Bois de Boulogne". Aquellas avenidas anchas. Aquel impresionante París imperial. Me perdí en los "Nenúfares" de Monet, allí sentada ante el inmenso mural que me inundaba de azules y verdes. En el "Petit Palais" pude ver una exposición de Juan Gris de la que todavía guardo el póster de una ventana abierta en algún rincón de casa.
El propietario de la librería Shakespeare, un hombre afable, canoso y pintoresco, dejaba dormir a los españoles a cambio de algún servicio de limpieza. A mi me sirvió con todo ceremonial un té, era de jazmín. Sus pequeñas flores blancas llegaron a mi paladar y dejaron impregnado para siempre con su aroma mi recuerdo de París.
Tenía un pequeño apartamento en el Quartier Latín. "La Coupole" estaba cerca, aquel café que tiempo más tarde identificaría con Sartre y  Simone de Beauvoir. Fueron tan solo un par de semanas pero conocí a Marcuse y a un sinfín de intelectuales exiliados: Ballesteros, Cruspinera... Y por primera vez oí cantar la Internacional puño en alto en la Humanité. Después, Gerard vino como profesor de la Autónoma. Recordé su integración en el partido socialista y su fulminante desaparición. Solo duró un año, pero fue un rito de iniciación tardío que nunca olvidaré.

Estaba cansada y me fui a dormir. Encendí el televisor y el efecto fue inmediato. Al cabo de poco rato me despertó el sonido ya sin voz de la tele que había acabado su programación.

No había puesto el despertador con la vana esperanza de dormir hasta que se terciase. Pero soy un animal de costumbres y veinte años levantándome a la misma hora había cambiado mi reloj biológico y no había manera de conciliar el sueño pasadas las ocho de la mañana.
El sol entraba por las rendijas de la persiana. La habitación estaba inusualmente desordenada.
A la gente se la invita a cenar y si hay mucha confianza a comer pero nunca a desayunar, seguramente por el polvo, ese cómplice de las tinieblas que aparece con su máximo esplendor con la luz matutina. Hice como si no lo hubiese visto y fui a preparar un té.
El té era para mí, un rito necesario. Primero calentar la tetera, después poner las hojas mezcla de té negro impregnadas con aceite de bergamota (especie de naranja muy aromática). Tenía que verterse el agua hirviente y calentar unos minutos la tetera y después poner el té y verter el agua caliente y dejarlo reposar los reglamentarios tres minutos. Me gustaba tomarlo en taza de porcelana, que son de borde más fino y puede paladearse mejor. Lo acompañaba con tostadas que untaba de mantequilla (que había sustituido por margarina) y mermelada de naranja amarga, aquella que hacen los ingleses con los naranjos bordes que nosotros tenemos en multitud de patios y avenidas y solo utilizamos para darles nombre.
El día era espléndido. Había bajado a comprar el periódico y sentada al sol de mi pequeña terraza me disponía a su lectura cuando sonó el interfono.
Era mi hija Marta.
La temía porque a esas horas solo podía indicar alguna urgencia. Sus urgencias acostumbraban a ceñirse a explicar la última incomprensión del novio o a las terribles injusticias en el trabajo. Hacía escasamente unos meses que había acabado en la facultad y trabajaba por las mañanas en un despacho de un colega mío, de pasante. El sueldo era escaso, pero había sido decisión suya irse a vivir con el novio.
Tanto ella como su hermana, “gracias” a una educación abierta y liberal, estaban convencidas todavía que la cuestión estribaba en tener razón y la justicia haría aflorar la verdad. Vanos habían sido mis esfuerzos para evidenciar la paradoja cotidiana: qué vivíamos en una sociedad de apariencias en la que no se pueden creer los discursos porque nunca se sabe dónde se esconde la verdad. Las apariencias son anuncios y la vida es un producto que una vez pagado no admite reclamaciones.
No era conformismo lo que yo deseaba imbuirles, simplemente que nada en esta vida justifica el perder absurdamente un instante. Yo había tenido bastante con una religión de la que conservaba cierto masoquismo y con la que me costó trabajo romper. Ellas se habían educado sin referencia religiosa y con unos valores que fueron los míos. ¿Qué otra cosa pude hacer? Preferí dárselos aunque sólo fuese para ir en contra de ellos y me erigí en "poseedora de valores eternos" muy a mi pesar, para darles confianza y suplir la falta de un dios omnipotente y omnipresente, intentado al menos ser omnicomprensiva. Quizás también por un sentimiento de culpabilidad que todavía arrastro de haberlas dejado sin padre.
Era difícil explicarles lo que a mi me estaba costando toda una vida entender. Me trasladaban con el máximo rigor cuantos agravios recibían, esperando que yo como madre-dios les diese la esperada solución. A mi me dejaban angustiada. Ellas, a pesar de la distancia se sentían respaldadas. Me sabían fuerte y que como el ave Fénix , una y otra vez renacía de mis cenizas y en ello confiaban.
Marta había heredado de su padre sus ojos azules, su andar arrastrando los pies, el levantar sus cejas con el ceño algo fruncido, la boca carnosa y los blancos y alineados dientes, así como un carácter fuerte y dominante.
Prescindía de todo protocolo, lo cual se traslucía en una indumentaria que uniformaba a su generación. Pantalones vaqueros, una camiseta amplia y una botas que parecían ser como mínimo tres números mayor que sus pies. El pelo negro le caía en una larga melena sobre la espalda. Con un ademán automático una y otra vez retiraba con la mano el mechón que previamente, con un leve movimiento de cabeza, había deslizado por encima del hombro.
- Si...
- Ana, soy Marta
- Si ya lo sé, sube.
Mis hijas me llamaban siempre por el nombre lo que me había quitado autoridad desde el principio. La progresía de aquellos tiempos así lo requería.
Solo entrar se dirigió automáticamente a la nevera. 
-¿Puedo coger...? Sí, ya sabes que sí.
Cargada con un yogur y un paquete de galletas se arrellanó en el sofá.
- Jorge es un gilipollas, pretende que yo pagué el piso y él solo colabora con una pequeña cantidad, vive con sus "papas" y viene cuando le interesa estar conmigo. Llega, se pone a ver el fútbol y yo a hacer la cena...
Mientras hablaba recordaba su nacimiento. Recordaba sus manos enjugando mis lágrimas recién separada de su padre. Recordaba su llanto cuando él decidió no verla más. Durante algunos años la llamó en su cumpleaños y le prometió juguetes que nunca llegaron. Cuando cumplió los dieciocho años su padre le envió un telegrama. Fue tarde, ella ya no quería un padre, buscó un amor adolescente y desde hacía ya un par de años vivían el uno para el otro. Pero en el fondo también buscaba en él aquella referencia familiar que nunca tuvo.
- Pero tiene esa inocencia y es tan cariñoso... y además lo arregla todo, ha montado una mesa...
Yo la admiraba por su constancia. Había acabado a los veintidós años la carrera que le gustaba y seguía metida en cursillos y charlas. Era valiente y tenaz.
Nuestra relación había sido difícil pero a pesar de ello y del mal trato muchas veces recibido, cuando se cruzaban nuestras miradas, me reconocía en ella como en un eco de mi misma, de mi vitalidad, de mi inconformismo y me sentía por unos instantes orgullosa de mi "obra".

Mi madre no hacía más que lamentarse de mi soledad, su soledad.
Mis compañeros no cesaban en el intento de encontrarme un novio. Me hacía gracia que creyesen en mi perentoria necesidad no sé bien si sexual o afectiva y que era en realidad más suya que mía.
Por el momento tenía multitud de cosas por hacer y explorar como para sentirme agobiada.
Era difícil explicar a los hombres que la sexualidad femenina, a diferencia de la masculina, no necesita ser satisfecha sin previo motivo. Se crea la necesidad cuando amas, cuando deseas comunicar afecto y ternura.
El sexo es un vehículo, es un medio por el que te expresas y comunicas. Sin objeto de amor, es difícil tener el deseo.  Conseguir la satisfacción física es una técnica que se aprende, pero la comunicación amorosa es una emoción profunda que trasciende. Habilmente la sexualidad masculina se difunde a los cuatro vientos; en películas, revistas, anuncios, etc. La nuestra es una sociedad fálica, de machos alfa marcando su territorio, sus normas de dominación y vasallaje. Las mujeres deslumbradas por el discurso, renuncian al inmenso placer de los ritos y se conforman con unos efímeros instantes de placer. 
El no tener las mismas apetencias sexuales, o mejor dicho las mismas motivaciones, no significa estar más reprimido. La represión afecta a los dos sexos por igual, pero en uno reprima la capacidad para obtener satisfacción sexual y en otro la capacidad de exteriorizar sentimientos. 
En búsqueda de la igualdad se renuncia a algo que forma parte de nuestra esencia: el lenguaje amoroso. La mujer buscará cubrir en los hijos esa necesidad de cariño y de afecto. Ese objeto de amor a quien abrazar, acariciar y en quien volcar todo ese montón de ternura que guarda dentro.
¿Por qué se ha de escoger? ¿ Por qué no incorporar placer al sentimiento?
El hombre parece seguir ajeno. Se le ha obligado tan solo a depurar su técnica para conseguir su objetivo. Ceden muy a su pesar a la ternura, como una táctica y el conseguir el “placer” de la pareja se vuelve el único objetivo. ¿Qué tal el orgasmo? ¿Cómo te lo has pasado? etc. etc. Este es el colofón a una velada romántica de luces tenues y música de violines.
Sigue el hombre dejándose llevar por ese impulso rudimentario y primitivo, reminiscencia de aquel acto imperativo, duro y agresivo con el que antes de tener el gesto y la palabra se perpetuaba la especie.
Lo peor es que era la hembra la que quedaba aprisionada, inmóvil entre mordiscos y garras cuando el macho la montaba. Después de todo, ganar placer ha sido un gran paso, incluso tendríamos que estar agradecidas.
Había tenido una semana muy dura y me apetecía un ambiente relajado. Cerca del despacho tenía una librería que ocupaba la planta y los sótanos de un típico edificio del Eixample. Además del buen precio de sus libros, estaba instalada en su interior una cafetería, con un estupendísimo té y una inmejorable repostería. En el patio interior y a la sombra de unas magnolias se distribuían unas cuantas mesas y allí me dejaba caer yo de vez en cuando. El té era servido en una robusta tetera metálica, de sobrio diseño. La leche en jarrita aparte, siendo la carta de tés muy buena a pesar de no ser muy amplia. El único peligro era salir siempre cargada con uno de aquellos maravillosos libros en oferta, libros de arte, de viajes, de recetas... Tan solo abrirlos me subyuga su cuidada estética y acababa siempre carreteando algún inmenso volumen por miedo de perder la impresionante oferta.
Me relajaba mirar a mi alrededor, iba observando como la gente merodeaba por las estanterías en busca de algún libro sugerente y no entendía como aquella ciudad desposeía de identidad a sus ciudadanos. Todos parecían parapetarse tras las librerías, ensimismados en su mundo, ajenos a todo, yo no podía reconocer a nadie.  

Un mediodía, a mi llegada a casa, había un nuevo y misterioso mensaje.
- "Tus cartas apaciento metido en un rincón y por redil y hierba les doy mi corazón".
Ahora ya lo sabía. Busqué en la librería y al final allí estaba, ¡en el libro de Miguel Hernández "Poemas de Amor"!
Era un monólogo poco habitual. Los monólogos son en principio creídos parte de un diálogo donde se espera una respuesta inmediata. Es la vida quien nos va descubriendo la realidad de los diálogos, inequívocos soliloquios que la mayor parte de las veces no han sido oídos y menos escuchados. Los auténticos, son monólogos interiores que no pasan de ser mera estructura lingüística rara vez verbalizada. El pensamiento no necesita voz para entenderse. ¿No es prueba de falta de cordura el verbo a solas con uno mismo? ¿Pero se diría alguien algo en verso a si mismo? ¿No son los poemas los únicos monólogos a alguien dirigidos? ¿No son los poemas monólogos audaces y atrevidos que despiertan sentimientos que no expresan las palabras?.
Nunca me habían recitado un poema. Ahora, aunque no fuese para mi, era mío. Podía oírlo cuantas veces deseara. Me quedaba para siempre inmortalizado lo dicho.

1 comentario:

josep-maria badia dijo...

Com sempre, preciós. M'encanta l'estil de la teva narració. M'agrada la barreja de reflexions, sentiments i temes. És com si parlessis a l'orella del lector. Una història que enganxa.