martes, 3 de abril de 2012

V. Algo más que un beso.


Era como si de pronto se hubiese levantado el telón y estuviesen al descubierto los entresijos de la obra. El protagonista estaba ridículo sin su maquillaje y sus vestimentas, desnudo en medio del escenario y todo el encanto había desaparecido. Ya nunca por mucho que volviera a empolvarse sería el mismo.
Ahora me daba cuenta de la afectación de sus “te quiero” y la pomposidad de sus “te amo”. Todo había sido un montaje, todo un engaño.
Nada había cambiado y había cambiado todo. Me daba igual su amante o sus amantes. Me importaba mi tiempo, ese tiempo robado. No hay perdida de tiempo peor que el de la espera cuando no acuden a la cita.
Tal vez no fue la rueda, ni el golpe, tal vez fueron aquellos instantes de intenso miedo que me hicieron verme a mi misma.

Quizá murió la sombra o no, o tal vez vive agazapada aún en aquella ciudad fantasma habitada tan solo por los muertos. Pero yo no soy tan solo sombra, ni soy tan solo cuerpo y quiero algo más que un abrazo o una frase, algo más que un beso. 
Las noticias de la noche dijeron que habían localizado al conductor del coche. Que explicaba que había parado cuando tropezó con un bulto, pero que no vio nada, que tuvo que frenar porque no sabía que bajaban la valla y creyó que era el seto.
Dijeron que se trataba de una mujer mayor, que algún otro día la habían encontrado deambulando por allí. La habían llevado varias veces a un albergue, pero de nuevo volvía. No sabían su identidad porque iba indocumentada, tan sólo una alianza con unos nombres grabados "De MANUEL para ANA" y una fecha desgastada por el tiempo.

¡Tenía que ser ella! ¡Qué triste final!  ¿Qué haría por allí? Qué soledad la de los vivos, que aún estando vivos ya están muertos. A quién visitaría, qué familia tendría allí, qué triste soliloquio su final. A ella nadie la llorará, nadie notará su ausencia. Pero yo estaba viva, me había pasado la vida preocupándome de mis padres, de mis compañeros, cuando pensaba la felicidad cercana...¡vuelta a empezar! Había pasado el tiempo entre amantes y amigos, nunca ya tendría hijos.
Estaba harta de esa felicidad que produce el promover la  felicidad de los otros, esa felicidad que solo se posee de rebote y que queda siempre relegada a segundo término, esa de la que se nutren los egoistas. Esa, en la que encima te hacen un favor dejándose querer. Era hora ya de dejar ataduras y apegos y enfrentarme con la vida.
Me gustaba mi trabajo, pero estaba harta de mezquindades. Siempre tuve claro que la ética y el compromiso eran valores inalienables. No aceptaría nada que contraviniera mis principios, tenía que  salvaguardar esa pequeña parcela tan solo mía. Eso era vivir, disfrutar de mi felicidad y compartirla, no esperar que nadie me la ofreciese y menos aún que me la arrebatase. Vivir con la tranquilidad que da el razonamiento. Compartir y no depender de nadie. Tenía tiempo todavía.

Cambié la cerradura y le envié sus cosas a la consulta. Tenía que haberlo supuesto cuando posponía el vivir juntos. A pesar de los años con él, sentía ahora como si me hubiese quitado un terrible peso de encima. A su hija la veo de vez en cuando y su trato es cordial y agradable, espero que con el tiempo seamos buenas amigas. No soy la madre y eso es un tanto a mi favor. No lamento el no haber tenido hijos.

Sé que él vive con una mujer, no sé ni me importa si fue ella su amante. tal vez esperará como esperé yo que su amor lo cambie.
Me explicaron un día que la rehabilitación de los toxicómanos se intenta hasta los cuarenta años, a partir de esa edad se dan por irrecuperables. Carlos, si no lo recuerdo mal, debe tener ahora cuarenta y cinco.




Mi madre ha muerto. Tengo un terrible  agujero que me vacía el estómago, un dolor inmenso. Poco antes de morir, me ha hecho ir a recoger un paquete que tenía guardado en una caja del banco. Es una caja pequeña, dentro hay una nota escrita a mano en la que me explica que para ella siempre fui su hija, que no me habían querido decir nada porque no sabía cómo me lo habría tomado.  Que nunca encontró la ocasión para explicármelo, que temía  perderme, que no le guarde rencor. Qué mi padre no quería que lo supiese y no quiso traicionarlo. Hace escasos minutos que le he cerrado los ojos. Siento una inmensa tristeza. 
Al lado de la nota he encontrado una alianza envuelta en papel de seda con unos nombres;  “de ANA para MANUEL”.







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